Viajero inmóvil
Por José Luis Menéndez
Tal es el título de un breve pero exquisito libro de poemas de Fernando G. Toledo. Ligado con el álbum Stationary Traveller, de la banda de rock progresivo británica Camel, encuentra en algunos de sus temas, la música «incidental» de apoyo que el mismo Toledo recomienda como una buena asociación para sus versos.
Y es cierto; se escucha, por ejemplo, Long Goodbyes, y uno se pone realmente en el clima de alguien que no quiere moverse de donde está, que desea quedarse en un mismo sitio para siempre.
No es nueva, por cierto, la temática de los viajes en literatura. Pero este viaje es otro, es interior, es el movimiento al que se aspira pero que nunca tiene ejecución, una especie de no-proceso que fija la razón de los poemas.
Existe una advertencia inicial, tomada de Joaquín Giannuzzi, que anuncia: «y al aferrar el picaporte tu mano descubre la náusea del umbral y retrocede». Cada posible lector puede, en consecuencia, cerrar el libro y detenerse. O puede desafiar a la náusea, golpear y trasponerla.
Hacer esto significa constituirse en lector. Es decir, en alguien que se ubica más allá del poeta, que se libera de una previsible justificación («para qué lo hiciste si yo te lo había dicho»), y que acepta, sobre todo, el inevitable riesgo de leer poesía, por el cual ésta se ha convertido en un género del que huyen hasta los críticos expertos, sin entender que luego de cada puerta está la libertad. Que aún el abismo, es una forma de la libertad.
Toledo juega, dice: no avancen, no entren. Mientras tanto él, detrás de la puerta, no se cansa de repetir sus ejercicios sobre la contradicción. Borra «las huellas que no he dejado / Como quien entiende lo que significa / Una palabra que nadie va a decir». Anda «para no llegar». Espera «para ser encontrado». No encuentra nada, «como todo el que busca». O viaja al revés, «como nada el agua en un río de peces».
Su fuerza expresiva le perdona la arbitrariedad, es decir, las afirmaciones sin comprobación.
«Quien viaja no quiere moverse», «la sombra es un color», «los que esperan no tienen compañía», «la espera no se comparte», y otras frases que inducen a la conjetura contraria.
Quien se quiere mover, viaja. La sombra es invisible. La soledad o no de quien espera depende de la cosa esperada...
El juego de negaciones, la insistencia en lo irreal-aparente, son herramienta naturales de la poesía, pero su abuso puede castigarla. Hay que diferenciar, de todos modos. Una cosa es el viajero del libro, el viajero inmóvil porque conoce lo que busca y decide esperarlo, aunque presienta que nunca habrá de suceder.
Y otra cosa es el viajero para quien todo movimiento sería inútil porque no sabe, siquiera, lo que busca; el hombre aludido por Emerson: «el que viaja (simplemente) para entretenerse o para conseguir algo que no lleva consigo...».
El hombre de Toledo es ciertamente el otro, el que se instala contra la banalidad del andariego moderno: ese que compra el brillo, el confort, la falta de aventura, la mera superficie de las cosas. Es, por el contrario, el ser que duda porque piensa. El pensador que se debate entre la heroicidad y el temor. Y que, en última instancia, ante su incapacidad de respuesta, se refugia en los recuerdos de su niñez o entre los sueños de quien ama.
Hay señales que suenan como voces lejanas. Uno camina por los poemas como lo hacía Steinbeck en un bosque de secoyas, captando o intuyendo «la sensación de lo ausente, lo que se ha perdido antes de conocer»: algo extraño que conoce su maravilla y la induce al silencio, algo que vive entre los hombres y sin embargo se procura esconder.
Esa tensión lo torna un libro incómodo. No se puede leer sin actuar, sin asumirse como parte, inmerso en su continua trama de opciones y rechazos. Algo fatal, en fin, para cualquier viajero del consumo: conducir un sillón, usar el pensamiento como si fuera el combustible de un auto, y repetir, diez veces: «Mi habitación es una foto vieja / Que cuelga sobre el muro de la tarde».
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