PERIODISTA










ALMORZANDO CON JUAN GELMAN


Juan Gelman, según Jaime Suárez.


Por Fernando G. Toledo

Apenas apoya el pie sobre el césped quebradizo lleva la mano al bolsillo de su chaqueta de color marrón claro y saca un paquete de cigarrillos. Golpea el atado de Benson & Hedges, extrae el cilindro blanco, lo enciende y ya parece que puede hacer lo que sea.
Pasan días helados por Mendoza, pero el sol de las dos de la tarde parece una excepción y, detrás de unos lentes oscuros, Juan Gelman entrevé los rayos por entre los altos pinos y lanza una bocanada de humo, nos mira y nos sonríe.


Él y yo.








MIRAR EL MUNDO CON LOS OJOS DE GIANNUZZI




© Fernando G. Toledo


No es lo mismo mirar el mundo que mirarlo a través de los versos de Joaquín O. Giannuzzi (1934-2004). Pocas veces la poesía argentina ha ofrecido una lírica capaz de encontrar las estridencias del mundo cotidiano, de proclamar la finitud, la mortalidad, la indiferencia del universo y al mismo tiempo ofrecer, en algún sentido, una revelación: la de que somos los hombres los que ponemos la “música” a este mudo devenir.
Giannuzzi fue, durante décadas, un poeta de culto, un escritor que editaba sin gozar del reconocimiento masivo ni de los rimbombantes honores públicos. Ello no impidió que desarrollara una obra magnífica que quizá para muchos se desnudó en el año 2000, cuando Emecé reunió todos sus libros en un sólo volumen estimable como las mejores 500 páginas de la poesía nacional del siglo XX.
Pero el viejo poeta seguía escribiendo y cuando murió, a principios de 2004 en su amada Salta, ya tenía presto un libro, ¿Hay alguien ahí?, que no es otra cosa que la confirmación de su estatura poética y una contundente lección de cómo en un estilo, en apariencia seco y modesto, puede estar una potencia lírica que algunas otras plumas, más altisonantes, ni siquiera pueden vislumbrar.
Tal vez sea una tentación fácil imaginar que la pregunta titular de este pequeño libro de Ediciones del Dock hace referencia a la premonición de la muerte del propio Giannuzzi, con algo de sarcasmo incluido. Puede que sí, pero sería, como dijimos, una asunción fácil, algo ajeno al elegante y desencantado carácter del autor de Contemporáneo del mundo.
Lo mejor, en todo caso, es bucear por el sentido del título bajo las claves que los propios poemas ofrecen, lo cual de paso obsequia el beneficio de husmear en los tajos de ese afilado bisturí poético que siempre manipuló Giannuzzi para ofrecernos una especie lección de anatomía de Rembrandt, y mostrarnos nuestras propias vísceras. Algunas de las referencias estáticas del escritor aparecen desde el primer poema: la dalia, objeto constante en sus referencias, inaugura el libro con una invitación a que esa flor le convide al poeta algo de su callada certidumbre vegetal. “¿Es demasiado soberbio / dar la espalda a la calle / donde rugen los automóviles terroristas / y la policía rebosa de actualidad?”, dice el autor, con la culpa de todo aquel que no quiere otra cosa que una callada felicidad.
Es que Giannuzzi traza su “comunión” con los objetos que lo rodean nada más que para escribir el mundo, ya que esto, parece, es una forma de embellecerlo. Pero embellecerlo no significa maquillarlo ni mentir sobre él, ni siquiera inventarle supramundos ininteligibles (divinos, metafísicos). La única manera de embellecerlo es nombrarlo, y nombrarlo bien, con la poderosa seducción de una palabra conectada a la verdad. Aunque eso signifique mirar la propia soledad del poeta al describir sus propios errores: “No había música en ninguna parte: / sólo la mentira que emana / de una cabeza malograda / y que cae al vacío sin ayuda de nadie”.
Atravesada esta pequeña obra maestra que es ¿Hay alguien ahí?, poco puede importar hacia dónde se asomaba Giannuzzi al formular esa interrogación. No parece, ya dijimos, que imaginara la inmortalidad (“la muerte está vacía”, nos dice en uno de los poemas, para aclarar algunas cosas). Pero se puede suponer que el poeta se miraba a un espejo al hacer esa pregunta, y que la única manera de decir que “sí” fuera inclinándose sobre el papel para escribir otro poema, “quizás con abundantes pruebas acerca de lo secreto / y desapareciendo, contra toda lógica, en un cuerpo pequeño”.

Publicado en Diario Uno. e incluido en el libro Giannuzzi (ediciones Del Dock).

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LOS ANIMALES DEL SILENCIO

El español Antonio Gamoneda (premio Cervantes 2006) dibuja en su obra cumbre, Libro del frío, un desolador paisaje interior en el que el poeta se ve obligado a dialogar con el tiempo, la memoria, el olvido y la muerte

© Fernando G. Toledo

La trayectoria literaria de Antonio Gamoneda (Oviedo, España, 1931) se parece al paisaje de sus obras, o al menos al del brillante Libro del frío, reeditado por Siruela en 2003. El poeta comenzó a publicar en los ’50, pero sólo a fines de los ’90 pudo ser al fin objeto de los elogios y reconocimientos, que culminaron en los premios Reina Sofía y Cervantes otorgados en 2006.
Ese papel, el de un testigo silencioso que cultiva palabras que nadie oye pero que, al fin, lo pronuncian, es el que traza en esta obra de instantes breves y profundos, de apariencias, de pozos hondos tapados por las ramas que una brisa leve y laboriosa arrastra con pudor. Libro del frío sorprende, en principio, por la aparente levedad. Gamoneda escribe en una prosa que se desgaja, a veces, en versos agónicos.
La estrategia del poeta exige desnudez y precisión. Porque habla, en tercera persona, de sí mismo con cuidado, y cuando parece que va a diluirse con las estampas que traza (por ejemplo en la primera parte, “Geórgicas”), perturba como la mano de un sobreviviente en un naufragio.
Ese paisaje, en realidad, que es siempre desamparo (frío), resulta engañosamente “exterior”. Pues Gamoneda menciona las piedras, el campo abierto, el mutismo de la naturaleza, pero en realidad, está hablando siempre de sí mismo.
No será extraño, así, encontrarse con un poema que dice: “Entre el estiércol y el relámpago escucho el grito del pastor. / Aún hay luz sobre las alas del gavilán y yo desciendo a las hogueras húmedas. / He oído la campana de nieve, he visto el hongo de la pureza, he creado el olvido”.
Pero así como Gamoneda crea un olvido (alimento primario de las palabras), el poeta deja que en su tránsito de frío y desamparo crezcan los monstruos con los que, tarde o temprano, deberá dialogar. Por eso es que aparecen (en los segmentos “El vigilante de la nieve”, “Aún” y “Sábado”), “los animales del silencio”, “el escultor ciego”, el “animal del llanto”. En tiempos de palabras ásperas y de poemas para los cuales, a veces, el lenguaje parece molestar, este escritor español decide desenfundar un lirismo extremo, pero jamás altisonante.
Elección que es, a su modo, lección para aquéllos quienes pretenden que el poema se cincela cuando las palabras lo encuentran a uno, y no al revés. No: Gamoneda, clásico a su modo, sabe que lamentablemente debe recorrerse el camino inverso. Sabe que las palabras son esquivas y necesarias, aunque terminen deglutidas por la mudez del tiempo. Sabe, Gamoneda que “La luz se anuncia en los cuchillos y entran mendigos al mercado. El incesante habla de los frutos. / Aún es bello y miserable, dice sílabas exactas, atraviesa el olvido”. Esta reedición de Siruela del Libro del frío tiene como virtud, además de una hermosa (y onerosa) edición de tapas duras, la inclusión de una especie de coda a la obra original, titulada “Frío de límites”, que completa el melancólico recorrido por el invierno lírico de Gamoneda.
Publicada en Diario Uno.
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SCORSESE: OSCAR DESPUÉS DE HORA
Scorsese Oscar
© Fernando G. Toledo

La prensa lo ha dicho hasta el hartazgo: Hollywood saldó una cuenta con Martin Scorsese, el domingo 24 de febrero, al otorgarle su primer Oscar como director por su trabajo en Los infiltrados.
La maquinaria celebratoria de la Meca del Cine, acostumbrada a una prepotencia ya tradicional (consagrar con las herramientas de la industria el arte más “comercial” de todos, premiando las obras quizá por lo que alcanzan a ofrecer entre las grietas del rocoso mercado), esa mole multimillonaria, decíamos, no ha conseguido “engañar” a todo el mundo.
Sí: la Academia le debía un Oscar a Scorsese, pero, ¿quién necesitaba de quién?

Nota: donde dice “hasta su primera cinta artística”, debe leerse “hasta su primera cima artística”.
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LA ROJA ESTOCADA DE KING CRIMSON


© Fernando G. Toledo

King Crimson ya era una banda mayúscula cuando, en 1974, Red salió a la calle. Con su debut (In The Court Of Crimson King), el grupo londinense se había ganado un lugar en la inmortalidad, pero sus aportes continuaron con una seguidilla impresionante de piezas maestras. Versátil como pocos, el guitarrista Robert Fripp (alma máter del grupo) soportó el recambio constante de las formaciones y ahora tenía a su lado al cantante y bajista John Wetton y al ex baterista de Yes Bill Bruford, quienes junto al violinista David Cross y ocasionales invitados habían grabado dos placas fundamentales como Lark’s Tongues In Aspic y Starless and Bible Black. Pero de pronto, y mientras más afiatada sonaba esta formación, Fripp se decide a dar un golpe de timón: reduce el grupo a un “power-trío”, pone a Cross como convidado y convoca a algunos músicos de discos anteriores para dar una estocada última antes de disolver el grupo. El final no sería tal, claro (seis años más tardes, King Crimson volvió al ruedo), pero Red acabó siendo un disco extraordinario, con cinco composiciones que engalanaron una discografía admirable y que todavía hoy encandila con su brillo.
Repasar el disco en palabras es una delicia y, a la vez, una injusticia. Pero el esfuerzo vale la pena. El instrumental Red abre el fuego, y para hacer honor al color, resulta una pista “incendiaria”: hay algo de bramido en la guitarra de Fripp, en el bajo de Wetton. Hay color y potencia en la batería múltiple de Bruford, y hasta en los violines que multiplica el ronco Mellotron (¿a cargo de David Cross?). Que algunos vean aquí algo del grunge que 20 años más tarde llevaría a la fama a los grupos de Seattle no es extraño si se atiende exclusivamente a esa potencia sonora que Red despliega, pero hay que decir que aquí no hay gestos ni muecas, no hay bravuconadas. Hay sólo genio.
Después de tanta intensidad, Fallen Angel (que amenaza en el preludio a seguir la posta del tema antecedente), ofrece un cálido reposo. Se trata de una balada más cercana a las deLark’s Tongues… También acá Wetton se deja ver no sólo como un cantante vigoroso y dotado, sino también como un sutil ejecutante del bajo. La banda recupera en esta canción los vientos de Ian McDonald y Mel Collins, dos “ex” . Sus saxos, más el oboe de Robin Miller (y al final, la trompeta de Marc Charig) se ubican por detrás de la voz del cantante, en ocasiones, y del solo de Fripp en otras, pero recrean una pared melódica que le da peso específico a un tema cuya lírica de Palmer-James (mucho menos inspirada que la de Peter Sinfield, el letrista anterior) le canta a un pandillero de Nueva York.
One More Red Nightmare reedita el furor de la primera pista. Ritmo, unas bases endemoniadas y una penetrante guitarra eléctrica hacen de ésta una canción imposible de desatender. Pero lo que tiene de sensual no hace mella en su riqueza interna. En el intermezzo, por ejemplo propone un rico punteo de guitarra que el saxo de Collins sazona con pasión.
Providence continúa la línea del tema Lark’s Tongues In Aspic Part 1 y, también, la pertenencia de la música crimsoniana al universo de la música culta. Siguiendo cierto expresionismo propio de Stravinsky, Bartók y con algo de la atonalidad de Schönberg, este tema (que no desecha la improvisación) no se parece en nada al resto de los títulos. Comienza con el violín de David Cross que va y viene, mientras invita al resto de los instrumentos (bajo, saxos, batería, teclados y guitarras) a sumarse a la juerga. Son 8 minutos notables y desafiantes, que bien podrían estar firmados por un Luigi Nono o un György Kurtág, por nombrar sólo a dos compositores destacados del siglo anterior.
Luego, el final del disco termina siendo apoteótico: Starless, quizá la más bella de las canciones de Crimson, podría ser una simple balada. Comienza con un misterioso tapizado de Mellotron sobre el que Fripp pone de inmediato la melodía principal con su guitarra mágica. Pero luego de que Wetton, Fripp desarrollan el tema viene un impresionante crescendo que da cabida a todos los instrumentistas del álbum, en cuatro minutos magníficos tanto melódica como interpretativamente. Tras el vendaval, el reposo baladístico retorna y se repite, como se repite la frase del estribillo que alude al título del álbum precedente del grupo, “Starless and Bible Black”.
Si Starless clausura tanto el álbum como esta formación legendaria de King Crimson, es por contrapartida mucho más lo que se abre después de este disco. Es que Red caló hondo en las bandas progresivas y en el rock todo, y resultó germen para numerosos grupos cuya enumeración demandaría más que una simple página. Si el disco fue considerado en los ’70 una pieza maestra, hoy no les menos. El tiempo en este caso le ha agregado dos virtudes: a 30 años de su edición, Red suena todavía actual, y además, imprescindible.

Publicado en la columna “Oído fino”, en Diario Uno de Mendoza (2005)

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VIAJE AL CENTRO DE LA IDENTIDAD

Walter Salles



© Fernando G. Toledo


Robert Redford es uno de los productores. Gael García, el actor latinoamericano más importante del momento, el protagonista. Walter Salles, cineasta brasileño cuyo filmEstación Central llegó a competir por el Oscar, es el director. Ernesto Che Guevara, la figura de la historia. Diarios de motocicleta narrará el recorrido de juventud que llevó al revolucionario argentino –junto a su amigo Alberto Granado– por diversos países de Latinoamérica y forjó su espíritu de lucha.
Desde el jueves, la producción del film (que ya ha rodado escenas en Neuquén y en Chile) se instaló en Villavicencio para realizar algunas escenas de la película, con la particiapción de extras de las comunidades boliviana y peruana en Mendoza.
Ayer, el director Walter Salles finalizó su etapa mendocina y partió a Buenos Aires, para filmar otros segmentos de la cinta, esta vez con la participación de Mercedes Morán, entre otros actores. Antes de subirse al avión, el realizador dialogó cortésmente, y en forma exclusiva, con Escenario.

–Imagino que será ésta una experiencia muy especial. ¿Qué significa estar filmando un capítulo de la vida del Che Guevara, un personaje tan emblemático para la historia latinoamericana?
–Ernesto Guevara fue un personaje extraordinario cuya vida es mucho mayor que el cine. Nosotros nos propusimos sólo contar su pequeño viaje iniciático, a partir de sus notas de viaje. Ese relato específico nos permite el descubrimiento de una geografía física y humana única que es la de Latinaomérica. Guevara estaba ciertamente 50 años adelantado con relación a su tiempo cuando hizo ese viaje, porque lo que él propone junto con su amigo Alberto Granado (dueño de “La Ponderosa”, la moto Norton 500 con la cual hicieron el viaje), es la necesidad de desarrollar una mirada propia, nuestra, latinoamericana. Yo pienso que más que nada es importante redescubrir este continente, a partir de una mirada propia. Esa fuente de inspiración extraordinaria que es Ernesto Che Guevara junto al personaje de profundo humanismo e inteligencia que es Alberto Granado, nos dejan un regalo histórico.

–¿Cómo se hace para encontrar la mirada que nos contemple?
–Antes que nada, para poder progresar tenemos que saber quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. En ese sentido, redescubrir este continente me parece una tarea en sí extraordinaria. Un ejemplo: hace pocos meses murió Francisco Coloani, escritor chileno que para mí tiene la importancia de Joseph Conrad o Jack London. En Brasil, poco se escribió de él, y hay pocas traducciones en portugués, siendo que hay muchas traducciones de autores menos importantes que él. En la escuela muchas vece estudiamos sobre los fenicios y los griegos y no a países próximos. Eso crea un distanciamiento que me parece va en detrimento de nuestro desarrollo, en cuanto sociedad y continente.

–Quizá la mirada de una de sus películas, Estación Central, era de un brasileño, pero dirigida al mundo. En este caso hay más particularidades: aquí hay un director brasileño que filma sobre un personaje argentino con filiaciones cubanas, con un actor mexicano como protagonista. ¿Eso también tiene que ver con la mirada latinoamericana que usted prodiga?
–Sin duda. Cuando yo hice Estación Central Brasil estaba en una crisis de identidad. Fernando Color, el presidente que “desgobernó” el país, intentó defender la idea de que era necesario mimetizarse con el primer mundo. Es una idea absurda, ya que si mimentizas algo siempre estás atrasado con relación a lo que estás mirando. En ese momento me pareció necesario mirar a lo que se podría llamar el “Brasil profundo”, el interior del país que estaba siendo olvidado, en pro de preferencias culturales y económicas que no tenían nada que ver con nosotros. En relación con Latinoamérica, siento la msima sensación. Deseo huir cuando oigo al señor George Bush decir que nosotros somos un continente irrelevante y me parece interesante entrar continente adentro e intentar entender un poco quiénes somos. Es muy interesante entonces esta cualidad continental de este proyecto. Para nosotros, la película también está siendo un viaje iniciático. Hemos encontrado, por ejemplo, jóvenes actores extraordinarios en casi todos los países donde hemos filmado. Trabajamos en Chile ahora con actores, muchos de ellos debutantes, que mostraron un trabajo sorprendente, tanto desde lo cualitativo como desde la seriedad. Con esas cosas, si paráramos ahora, ya habría valido la pena. Ese proceso de descubrimiento y de encuentros constantes que tuvimos con las personas de la película nos proporcionó una comprensión del mundo que teníamos al inicio. En ese sentido, tener a un actor tan visceral y talentoso como Gael, o un actor como Rodrigo, y adicionar a eso todos esos jóvenes actores talentosos de que hablaba, es un verdadero regalo para un director. Yo soy intrínsecamente brasileño, pero si estoy aquí es porque me siento íntrinsecamente latinoamericano. Sentirse así puede sonar a utopía. Pero fue justo Ernesto Guevara quien nos demostró la utopía posible. En ese momento que nadie creía que se podía cambiar el mundo, él lo hizo a través de criterios éticos rigurosos y nos dejó un legado luminoso.

–¿Cuál es la recepción que puede tener de este film un público como el estadounidense, quizá la contracara de esta Latinoamérica actual?
–Bueno, Sartre decía: “el infierno son los otros” (risas). Chistes aparte, solamente puedo esperar que públicos de culturas diferentes puedan, al ver esta película, comprender que somos mucho más plurales de lo que a veces piensan, que somos más que los clichés a los que nos quieren limitar y, sobre todo, me gustaría mucho que perciban que valemos la pena. Que merecemos ser respetados.

Publicado en Diario Uno, el 1/12/2002.

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ENEMIGO DE LA VANIDAD

© Fernando G. Toledo

Volodia Teitelboim aparece en el hall del hotel en el que ha descansado sus huesos en este paso por Mendoza y su figura elegante se acerca hasta el rincón donde este periodista lo aguarda. Luego tiende la mano: “Buenos días, sepa disculpar la espera”, dice, confirmando su célebre amabilidad.
Esa mano derecha que reposa después en un bolsillo de su traje o seca el sudor que se defiende del clima mendocino es la misma que estrecharon Neruda, Huidobro o Borges, la misma que trazó luego sus historias y las tradujo en papel y la misma que firmó documentos del Partido Comunista de su país. Es una mano que contiene la historia de Chile, ha escrito fragmentos de ella y la transmite en ese contacto fugaz y casi distraído. 
El miércoles, Volodia brindó, en el marco de la Semana de las Letras, una charla titulada “Neruda: ayer y hoy”. Esa supuesta multiplicad de figuras en que se desdobla el poeta del que Teitelboim escribió la biografía definitiva es el tema que inicia la charla.

–¿Hubo “muchos Neruda”?
–A pesar de que Neruda mantenía una columna vertebral permanente, desde niño hasta su muerte, fue siempre un hombre de cambios. A él le tocó enfrentarse a los 20 años, con 20 poemas de amor y una canción desesperada, a un público que pareció haberse enamorado de sus poemas. Hubiera sido fácil que su poesía se redujera en el tiempo a variaciones sobre el mismo tema, sabiendo que aquello llegaba al corazón de la gente. Él consideró esa posibilidad como una gran trampa, porque copiarse a sí mismo significaba que su fuente poética sonara en una sola nota. Lo que hizo fue dar vuelcos violentos, que no siempre gustaron a los lectores: Tentativa del hombre infinito no tiene nada que ver con el libro anterior y significó par amuchos la muerte de la poesía de Neruda. Después vino su viaje a la India, donde padeció la desesperación de no tener con quién hablar su idioma, y donde vivió una historia de amor con una mujer celosísima que ponía en juego su propia vida. De allí salió Residencia en la tierra, un libro desolado y que muchos lo prefieren de entre toda su producción. En él, Neruda proclama cosas como “Sucede que me canso de ser hombre”, o escribe, por ejemplo, el Memorial de mis piernas. Todo es cambio: de allí él vuelve a Chile, vive en la Argentina, y se va a España, donde con la llegada de Franco comienza su etapa de poesía política: “Venid a ver correr la sangre por las calles”. Luego viene el colosal Canto general, que es como una especie de bilbia americana. Y vuelve a cambiar cuando decide cantar a las cosas mínimas con las Odas elementales.

–¿Neruda habría agradecido su muerte, por evitarle ver el horror que azotaría este lado de Sudamérica?
–Su muerte fue precipitada por el golpe de Estado. Un médico dijo: “Neruda murió de muerte nacional”. Ya en las últimas páginas de Confieso que he vivido, él había lanzado su terrible acusación contra los militares y también contra los “generales civiles” que contribuyeron al golpe.

–Huidobro, de quien usted también ha escrito una biografía, era el “enemigo literario” de Neruda. ¿Ha cambiado la valoración de uno y otro con el tiempo?
–Sí. Los dos son clásicos de la literatura chilena. De todos modos, en los últimos años, Huidobro, que había atacado a Neruda anteriormente, ofreció sus disculpas, que Neruda no aceptó. Pero después prologó una traducción de las obras de Huidobro, en la que lo consideró “el poeta más claro de la literatura chilena”. Huidobro apostó al cambio en la lengua misma. La revolución tenía que ser parricida. Neruda posee una celebridad universal, inmensa. Huidobro es el poeta de cada nueva generación de escritores, pero su público es minoría.

–Neruda vivió un tiempo en que los proyectos de izquierda eran distintos de los actuales. ¿Lula es, en este presente, el proyecto de izquierda posible?
–Creo que sí. Lula se convierte en un hombre emblemático para toda América Latina. Todo emblema es una creación no tanto del personaje, sino de los demás, de sus sueños, de sus necesidades. Pero Lula ha dicho: “Vamos a hacer cambios, pero no vamos a hacer magia”. Pero decir que Lula es “emblema de lo posible” es utilizar una frase conservadora. Si lo posible se usa en términos que tienen que ver con lo “real”, está bien. Pero no si se refiere a los condicionamientos que puedan proponer otros países.

–Es el destino de biógrafo el que lo obliga a hablar siempre de otros. Pero, ¿qué diría una biografía, o una autobiografía, de Volodia?
–Yo estoy escribiendo algo cercano a una autobiografía, aunque me resista a llamarlo así. Porque siempre se trata de un relato en el que aparece un relator, un oidor, un mirón, que está contemplando una vida. Y claro, él asume el papel del que está contando el cuento de sí mismo. Y como no quiero convertirme en el centro d emi propia historia, tiendo a ser más bien un historiador, pero alguien que necesita que cada página sea también una creación literaria. Es necesario un dejo de autoironía, entonces, para esquivar la autojustificación y la vanidad.

Publicado en Diario Uno, el 31/10/2002

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SÓLO FAVIO


© Fernando G. Toledo

Es fácil de comprobar: las canciones son lo más parecido que existe a la máquina del tiempo. Por cierto que funcionan sólo hacia atrás. Pero tienen una notable eficacia. Pruebe: escuche a Leonardo Favio y sienta cómo vuelven aquellos años de asaltos con gaseosas en botella de vidrio, de LP’s y magazines, de un día caluroso en el que el suplicio de una novia proponía oír Fuiste mía un verano. Favio es un artista de pura cepa. Y no sólo por haber nacido en Luján de Cuyo: Favio es desbocado, bohemio, distraído, soberbio, genial. Y tiene, cómo no, el don de volver el tiempo atrás con entonar sólo, por ejemplo, un “Quiero aprender de memoria los versos…”.
Leonardo Favio llega el jueves 12 con su espectáculo musical Sólo amor, que se presentará a las 22 en el Gran Rex (Buenos Aires 63, Ciudad). En charla con UNO/Revista demuestra, además, su condición de artista íntegro, de maestro del cine y de cantante pasional. Atiende el teléfono de su oficina en Buenos Aires y escucharlo produce una emoción sencilla, fruto, seguro, de la admiración que despierta. Está de buen humor, por lo tanto su fama de calentón queda al margen.

-Tiene un significado especial para usted cantar en Mendoza, ¿no?
-Por supuesto que sí. Pero yo no sé hablar de esas cosas, inventálo todo vos. Después decí que lo dije yo (risas).

Favio siente aversión por las convenciones. Nada fácil, entonces, será ingresar en el templo de las convenciones y la demagogia para afirmar que el público de su tierra es el mejor. Porque quizá no lo sea, qué le vamos a hacer.

-Hábleme, entonces, de Sólo amor, el espectáculo que trae el jueves a Mendoza.
-Son mis canciones clásicas, mis canciones nuevas. El espectáculo está referido a estos temas. Yo nunca hice otra cosa. Son canciones que apuntan directo al corazón, nada más.

-¿Qué noción tiene de su música a 30 años del apogeo de sus canciones?
-Soy consciente de mi vigencia porque veo que la gente se va pasando la posta de generación en generación. No sé por qué raro milagro ha acontecido eso. Yo le agradezco a Dios que se haya producido y que yo pueda recorrer todos los años la América Latina (que la conozco mejor que la intimidad de mi hogar) o llegar a escuchar mis canciones hasta en hebreo. Porque, como suelo decir, mis canciones a veces hablan idiomas que yo ignoro, porque han sido traducidas a no sé cuantas lenguas.

-¿Nota usted una vuelta de la gente a ciertos artistas, como usted o como Sandro, que representan un momento importante en la vida de muchas personas?
-No creo que haya “una vuelta”. Siempre estuvimos. Simplemente que, por ejemplo en mi caso, soy muy vago. Actúo un par de meses y después paro uno o dos años y me dedico a mi otra actividad, la cinematográfica. Pero lo importante, para mí al menos, es que cuando regreso lo hago con el amor de siempre y con el entusiasmo de un adolescente.
Cierta vez, Favio rememoró en una entrevista: “Me hubiera gustado escribir poemas, no lo hice, tal vez porque tenía tremendos errores de ortografía, sino hubiera sido poeta. Yo nunca fui actor, yo trabajaba de actor. Había ganado muchos premios con el cine, pero no tenía un peso y de golpe un amigo me dice de ir a lo de Bergara Leumann con esas canciones que eran de mi hogar; un día las grabé y vino el éxito”.
Por eso, llega la pregunta:

-Generalmente se lo reconoce tal vez más como cineasta que como cantautor. ¿Usted prefiere alguna de las dos facetas?
-No. Para mí las dos están en mi corazón y las dos me gustan, por eso las hago.

-¿Y cómo cree que lo reconoce más la gente?
-En el mundo se me conoce más como compositor. Y en lugares muy herméticos, como cineclubes o festivales, por supuesto por mi filmografía.

-¿Y no hay también una cuestión generacional? Quizá los jóvenes reconocen más su filmografía porque es más usual acceder a ella que a sus canciones.
-Eso habla del buen gusto que siempre tuvo la juventud… (risas).

-En qué estado está su telefilme sobre Perón y el peronismo. ¿Quedó inconcluso?
-No, estoy en ello. Lo que pasa es que es un “eternometraje” (risas). Llevo tres años en esta tarea y en estos momentos estoy trabajando. Creo que en dos meses más estará terminado. Se piensa en mayo del ’99 como fecha de lanzamiento.

-Gatica fue su última película estrenada en cine. ¿Cuánto va a tener que pasar para que podamos ver su nuevo filme?
-Por lo menos tres años. Recién estoy bocetando algunos borradores. Pero yo soy muy lento, muy lento. No tengo una “gran producción”.

-Al menos no deberá pasar tanto tiempo como el que separa a Soñar, soñar (1976) de Gatica (1994)…
-Seguro que no. Fueron 16 años.

A pesar de que alguna vez Leonardo Favio sentenció: “Para mí la trascendencia es: si pintás tenés que exponer, porque Dios te dio un don y es vergonzoso que lo mantengas oculto”, a la hora de indagar en ello, el director puede sincerarse y contradecirse.

-En el enorme tiempo que separó sus últimas dos películas, ¿no sintió la necesidad de filmar?
-No, no. Yo no me muero si no hago cine o si no canto. Me muero si no respiro (risas). Yo hago las cosas a golpe de corazón, realmente cuando las siento, y no creo que el mundo gire en torno de la canción o el cine. Sino, en mi caso, ese raro milagro de pasar un rato con un amigo, charlando, leyendo un libro o conociendo lugares y gente. O poder ir a la orilla del río Mendoza y mirar. Eso tiene más trascendencia que toda mi obra. Yo en mi estudio, por ejemplo, no conservo un afiche ni nada de lo que yo he hecho, ni como cantante ni como compositor ni como cineasta. Porque son sólo tareas. Tareas que pasan fugazmente.

-Estamos a pasos del 2000. Termina un siglo y empieza otro. Termina un milenio y arranca uno nuevo. ¿Qué le resta por hacer?
-No sé qué contestarte. Para el 3000 y pico sí, me gustaría estar en Mendoza, comprar un terreno en Luján a la orilla del río, al lado de los Najurieta (familia de la zona). Pero eso recién para el 3001 o 3002. Por ahora estoy muy atareado. Pero para esa fecha creo que voy a estar allá (risas).

-Cuánto hay de cierto en su fama de ladrón de gallinas y todo eso.
-Es una barbaridad. Nunca me robé una gallina. Me robaba tres o cuatro, de golpe. Me parece una irreverencia. Como ladrón de gallinas siempre fui muy exitoso (risas).
El “ratero” de Luján, el genial hijo pródigo dueño de una de las mejores filmografías, el compositor descorazonado viene el jueves próximo al teatro Gran Rex. Será, se supone, una oportunidad para usar esa inigualable máquina del tiempo que son sus canciones. Lo hará el público y lo hará él. Porque, como Favio dice:  Cantando recurro al niño que fui”.

Favio-Quino-Locche: la tríada brillante

Una supuesta “santa trinidad” de artistas mendocinos, sin duda, la integrarían Leonardo Favio, el dibujante y humorista Quino y el campeón mundial de box Nicolino Locche. Favio tiene su opinión respecto de esta idea.

-¿Le gustaría ser recordado junto a ellos?
-Mirá, la verdad que yo no creo en la posteridad. En muy breve lapso pasaremos a un buen y merecedor olvido. Salvo cuando tenés la magia de un Nicolino, que cometió una “irreverencia” en Mendoza porque recibió una justa mensualidad. Me pareció un insulto a la inteligencia. Creo que, si con alguien tiene deuda Mendoza, es con Locche. Y muy hipotecada. Fue una reacción lamentable del gobierno y de los responsables de que eso haya tenido que acontecer. Locche es un ser humano excepcional que… tuvo la desgracia de nacer en Mendoza (risas).

-¿Y Quino?
-Lo adoro a Quino, me parece una maravilla. Nos hemos visto muy fugazmente pero nos queremos. Yo sé que nos sucede lo que dice Nicolás Guillén: “Estamos muy lejos de la mano pero muy cerca del corazón”. Quino me asombra por su ternura, por su bondad. Porque los artistas, por lo general, somos buena gente.

Publicado en Diario Uno de Mendoza el 7 de noviembre de 1998

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REPETIR LO REPETIDO



© Fernando G. Toledo

Hace dos noches, el tiempo sufrió una extraña anomalía, un engranaje resbaló y la máquina implacable de las horas produjo un inesperado y fugaz retroceso de 365 días. Y todo lo que este día, pero del año pasado, había sucedido, volvió a repetirse. El extraño caso de la regresión temporal tuvo un epicentro: Anfiteatro Frank Romero Day, Ciudad de Mendoza, provincia de Mendoza, Argentina.
Igual que los pueriles “hombres del futuro” que propuso la fiesta que se vio el sábado 4 en la meca del espectáculo mayor de la provincia, la Vendimia volvió a repetir –y no hay redundancia en la expresión: es repetir lo repetido– todo lo que, cuanto menos, en la fiesta del 6 de marzo de 1999 puso en escena el director Pedro Marabini.
La tentación es grande: a fiesta repetida, opinión repetida. Y si la dirección artística de la fiesta de la Vendimia, alzando la bandera de lo que considera un “género” vendimial, insiste en la misma fallida propuesta, ¿por qué no habría la crítica hacer lo propio? Hay una repuesta. Porque tiene en cuenta al que está del otro lado, llámase espectador, llámese lector.
En el vino del tiempo reprodujo los mismos desatinos de puesta en escena de la fiesta anterior, ahondó en otros y, único ítem rescatable, mantuvo el mismo nivel de arreglos musicales que la Vendimia ’99. ¿Cuál es la razón de tamaña impertinencia? Pueden mencionarse varias: Hay quienes creen que el acto central de la Vendimia no puede ser de otra manera. Hay quienes creen que un espectáculo como éste es el que “le gusta a la gente”. Hay quienes creen que, por eso mismo, se está en el camino correcto. La discusión, entonces, podría extenderse hasta el hartazgo. Mientras, la verdad es que al público no le interesa. Mientras, el espectáculo sigue siendo mediocre.
Si entramos en detalle, la palabras también se repetirán. La escenografía de este año casi no existió, aunque estaba allí. Había altos y ondulantes fondos sobre los que se proyectaban insólitas imágenes y deslucidos colores, informes, nulos estéticamente, dispersos en escenas sin centros dramáticos claros. El pálido guión original resultó más anodino con una puesta que, fuera cual fuere la idea argumental, iba a seguir la misma receta: acumular escenas de bailes con todos los ritmos argentinos posibles, uno tras otro como una licuadora musical destartalada.
Las coreografías tenían un escollo a resolver: la mala utilización de ellas sobre el escenario. Perdidos, los bailarines seguían sus rutinas desprolijamente, porque nada importaba en el atolladero general. Mientras, la opción del público era ver el espectáculo como quien hojea una revista en una sala de espera.
En medio del adormecimiento escénico, el narrador Golondrina Ruiz, el “hombre del futuro” Rafael Rodríguez, y los intérpretes de algunos temas, convocados especialmente a escena, hacían sus apariciones con vanos resultados, porque el caos de la puesta privilegiaba los más toscos desplazamientos masivos de bailarines y así su aparición era pocas veces advertida.
Más en el medio, las dramatizaciones (las hubo, pero sólo algunos elegidos se percataron de ella) sufrían del mismo mal de nimiedad. Sólo algunas composiciones originales del dúo Mario Mátar-Daniel Morcos, al igual que los arreglos del Coral Nuevas Voces, pugnaban por salir del gris panorama general.
El tiempo volvió atrás el sábado pasado. Pero la cosa recuperó la normalidad y el público, de pronto, despertó, aplaudió, y despachó rápido todo lo que había pasado. La elección de las reinas, luego ya sí, depararía algunas sorpresas. Eso ya no estaba previsto: el reloj retomaba por fin su rumbo. Pero una pregunta seguía latente: ¿la fiesta se repetirá también el año que viene? Quién sabe, por las dudas, ya hay muchos que están resignados.

Publicado en Diario Uno de Mendoza, 4/3/2000

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ALUCINACIONES DEL FUTURO


© Fernando G. Toledo

Barroca, recargada, soberbia, imponente, precisa, asfixiante, desoladora. Todo eso es 12 Monos. Una angustiante zambullida en el pasado, un desesperado intento por cuestionar al tiempo y sus implicancias, una epopeya de riguroso estilo cinematográfico, un relato heroico. Es el año 2035 y lo que ha quedado de la humanida después de la contaminación virósica de 1997 sobrevive bajo tierra, en un lugar llamado Noche Eterna. El progreso científico ha seguido su marcha a pesar del “apocalipsis” y por eso es que un grupo de élite elige a un ex criminal, James Cole (Bruce Willis) para realizar un viaje en el tiempo y desentrañar los orígenes de esa catástrofe, al parecer desatada por un grupo llamado 12 Monos. Pero el recorrido no será tan simple. Es que un visitante del futuro puede ser tomado por loco en el mundo pretérito: nadie quiere considerar cuerdo al que grita a los cuatro vientos que ése es el año en que la humanidad va a morir.Basado en el cortometraje La jetée (1962, Chris Marker), 12 Monos ha servido para que Terry Gilliam (ex integrante de los Monty Python), el director de este thriller futurista, destile todas sus preocupaciones: es, dice él mismo, “un estudio de locura y sueños, de muerte y renacimiento en un mundo que se deshace”. Su cuestionamiento perturbador se fortalece y complementa con una historia potente, con actuaciones maravillosas (con Willis a la cabeza, seguido de cerca por Madeleine Stowe y, más atrás, Brad Pitt) y con un diseño de producción que deja un poco en ridículo las nominaciones para el Oscar.
En una película que, por su temática, podría repetir planteos de otras (Terminator Volver al futuro,por caso), llaman la atención ciertas particularidades. Los sueños parecen ser, para Gilliam, verdaderos desestabilizantes de la lógica con la que sobrevive el ser humano en este mundo. Por eso tienen la forma de una tortura insistente (como en Pescador de ilusiones), de un objeto deseado pero inalcanzable hasta el dolor (Brazil) o de una premonición que, terriblemente, puede convertirse en certeza (en 12 Monos): la escena del aeropuerto que, con distintos flashforwards aparece durante la película es un ejemplo de esto. Rasgo de estilo que agrega dramatismo onírico a un filme de por sí pesadillesco.
12 Monos se aleja, también, de una idea generalizada –y hasta posiblemente más rica en preguntas sin respuestas– sobre los problemas de viajar a un tiempo que ya ha sido. Generalmente, sobre todo desde R. Bradbury y su Las doradas manzanas del sol a esta parte, una incursión hacia el pasado podría generar catástrofes, cambiar el curso de los hechos, desordenar la historia, cambiar el mundo. Para Gilliam, hay un férreo destino, un túnel cerrado que lleva, como los rieles al tren, al tiempo hacia situaciones que serán sólo de una determinada forma. El mismo James Cole lo dice en un fragmento: “ya no se trata de encontrar a los 12 Monos: se trata de cumplir órdenes”.
Imaginativo y desbordado, Gilliam se encumbra con ésta –su mejor película hasta el momento– como un director para no dejar de tener en cuenta, a pesar de sus insistencias en las “voces de conciencia”, o en enigmas con forma de monstruos de pesadilla. Ha apostado por un filme mucho más radical y demostrado que su imaginación estalla cuando se entrelaza con un guión tan fuerte como sus obsesiones.

Publicado en Diario Uno el 24/3/1996

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¿UNA PELÍCULA?


© Fernando G. Toledo

Mientras algunas personas insisten con los clásicos argumentos acerca de la proeza que significa realizar una película en la Argentina, algunos directores se empeñan en dejar cada vez más en ridículo ese tipo de objeciones a las críticas desfavorables.
Cuando la mayoría creía que algunos ejemplos de mal cine hecho por argentinos había llegado a su pico este año (con películas sobre fantasmas modelos, robots y reencarnaciones), vienen Raúl de la Torre y Andrea del Boca a darnos la sorpresa: había más de qué avergonzarse.

PeperinaPeperina es un engendro que resultó del documental trunco sobre los no muy honrosos recitales que Seru Giran (el grupo formado por Charly García, Pedro Aznar, Oscar Moro y David Lebón) brindaron el año pasado. Resulta que Charly le había pedido al director De la Torre –a quien le había hecho la música para Pubis angelical– que filmara dichos recitales, pero ante la separación definitiva de la banda, éste no tuvo mejor idea que endosarle una supuesta historia ficticia basada en la canción Peperina, referida a otra persona que nada tiene que ver con el personaje novelesco de Andrea del Boca.
Enumerar la cantidad de desopilantes errores que surgen del intento por contar una mediocre historia mezlcada con las imágenes del recital sería tan arduo que quizá no valga la pena.
Sin embargo, para hacerse una idea, baste pensar en una Peperina que hace todo con los walkman puestos, inclusive escuchar y conversar, que se droga “muchísimo”, que es violada, maltratada por unos policías y termina siendo llevada en silla de ruedas a un recital.
Los guionistas Beda Docampo Feijóo, Enrique Torres (el mismo de las telenovelas de Andrea) y De la Torre dibujaron –garabatearon– una historia supuestamente exacta para jóvenes y amantes del rock. Por eso les pareció ideal ponerle burdas escenas de sexo, un poco de droga y un desorden narrativo que, lejos de servir para explicar alguna fragmentación, se constituye en el deleznable protagonista. Es decir: es el caos por el caos mismo.
A veces, de este lado del mundo y con ciertos productos, uno piensa que los 100 años de cine han transcurrido en cualquier lado menos aquí.
Si películas como ésta abundaran y no pudiera conseguirse otro punto de referencia, quizá se podría llegar a la terrible conclusión de que las películas de Enrique Carreras eran obras maestras.
Peperina es el antónimo del cine.

Publicado el 8/10/1995, en Diario Uno.

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