El ejemplo de un «bendito maldito»

Spinoza, según Teamoth (DevianArt).


por Fernando G. Toledo

Van a admirarlo. Pero también a escupir sobre su tumba. Puede imaginarlo. El hombre que pule cristales en la Amsterdam del 1600 ya sabe de humillaciones, porque las ha vivido en carne propia. Ha recibido la que será, acaso, la más famosa de las maldiciones de la historia humana, una maldición tan cargada de veneno que aún puede impresionarnos. Una maldición, además, que muestra que cuanto hizo por «merecerla» iba a perdurar.

Se llama Baruch de Spinoza y su obra filosófica va a poner su nombre entre los más importantes de la historia del pensamiento. Mientras tanto subsiste limando vidrios para instrumentos ópticos. Ha nacido en 1632 en el seno de una familia judía de orígenes portugueses e hispanos y de joven ha brillado por su inteligencia, incluso en la sinagoga. Sin embargo, no es dado a la aceptación piadosa de las enseñanzas de esa religión ancestral que le ha dado un puesto socialmente destacado.

Baruch (llamado Bento o Benito entre los suyos, pero que firma sus escritos como Benedictus, o sea, «bendito») ha conocido los clásicos, admira la obra de Descartes y, además, ha estudiado con profundidad los libros sagrados. Y su razón lo lleva a proclamar cosas que van a incomodar. Por ejemplo, que gran parte de las historias que se narran en la Biblia son directamente míticas. Que los milagros no son posibles, pues las leyes naturales no se pueden contradecir. Que no vale la pena rezar. Que cunde la superstición. En fin, cosas que para la sinagoga que lo acoge resultan intolerables, ya que Spinoza no está dispuesto a ceder en su pensamiento.

Así que en el año judío 5416 (1656 de nuestra era), este «bendito» pensador, de obra aún incipiente, es llamado a la sinagoga para escuchar cómo lo expulsan de la misma y para oír de los labios de las autoridades religiosas una imprecación que vale la pena leer para entender su fortaleza anímica. La maldición dice así:

«Excomulgamos, maldecimos y separamos a Baruch de Spinoza, con el consentimiento de Dios bendito y de toda esta comunidad; (…) que sea maldito de día y maldito de noche; maldito cuando se acueste y cuando se levante; maldito cuando salga y cuando entre; que Dios no lo perdone; que su cólera y su furor se inflamen contra este hombre y traigan sobre él todas las maldiciones escritas en el libro de la Ley; que Dios borre su nombre del cielo y lo separe de todas las tribus de Israel (…). Nadie tenga trato con él, ni escrito ni hablado; nadie permanezca con él bajo el mismo techo y nadie lea lo por él escrito».

Había que ser un hombre fuerte para sobrevivir a ese «asesinato verbal», como lo llama Pablo da Silveira. Spinoza no sólo resistió, sino que se calzó la coraza de un hombre mesurado y minucioso que pulía cristales, pero hizo proclamas políticas, encarceló a un deudor y, sobre todo, escribió. Escribió libros fundamentales, como el Tratado teológico político (respuesta a aquella maldición, en la que se niegan los milagros, se cuestionan las Escrituras) y trazó una obra que se publicaría póstumamente y es hasta hoy una de las más admiradas: la Ética demostrada según el orden geométrico, en la que con el rigor de un geómetra dibuja los contornos de la realidad (a la que llama, curiosamente, Dios) y sus infinitos atributos. No por nada decían de él que era un «ateo que se llenaba la boca hablando de Dios».

Se cumplen pronto 380 años del nacimiento de este filósofo del que aun sin leerlo se puede tomar el ejemplo de su firmeza y generosidad (las más altas virtudes éticas). Quienes no lo lean, además, pueden al menos leer alguno de los dos sonetos que le dedicó nuestro Jorge Luis Borges e imaginarlo como él lo imaginó en estos versos tan ajustados:

«No lo turba la fama, ese reflejo
De sueños en el sueño de otro espejo,
Ni el temeroso amor de las doncellas.
Libre de la metáfora y del mito
Labra un arduo cristal: el infinito
Mapa de Aquel que es todas sus estrellas».

  Columna de la serie In Medias Res, publicada originalmente en Diario Uno de Mendoza.

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