NARRADOR



DE MENDOZA A TOKIO




Book trailer de la novela:

 



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EL HOMBRE QUE QUERÍA SER MOZART

© Fernando G. Toledo

El plan es perfecto. Lo ha trazado un hombre adinerado, embaucador y miserable, pero que ahora, además, hierve de dolor ante la muerte de su esposa. Anna, de apenas 20 años, ha dado su último suspiro y ha dejado viudo a este conde. Franz von Walsegg, que así se llama, lo tiene todo y no tiene nada. Le quedan, apenas, la pompa de su título nobiliario, de su palacio y de la orquesta que posee para sí, como todo noble que ama las artes. Le sobra la pena tanto como el dinero.




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LA LUZ MALA

Ilustración: Gabriel Fernández



© Fernando G. Toledo


De pronto ha caído la noche y ya lo sabe: está perdido. No encuentra cómo orientarse y mira el cielo para buscar la Cruz del Sur. Pero de esa maraña alta no sobresale ninguna forma. La finca no debe de estar lejos y seguramente los ruidos de los guitarreros podrían ser una guía. La Cruz del Sur, las guitarras: nada. La única luz es la de algunas luciérnagas. El único ruido reconocible, el de los grillos. Si pudiera verlos, de paso, se encargaría de pisotearlos uno a uno, porque ya lo han sobresaltado.

No camina demasiado cuando cree ver una claridad en lo negro de allá abajo. ¿La finca? Se acerca. ¿Un auto, ya ha llegado a la ruta? Se acerca más. ¿Una fogata? No: es una luminosidad azul, una mera curiosidad bioquímica. Una fosforescencia de biologías muertas. La luz mala (...).


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LICENCIA PARA MATAR


© Fernando G. Toledo


Y lo maté. Con una inquietud acusada, simple y decidida. Lo maté dulcemente, pero lleno de furia. Fue sólo separar los párpados, despegarme de mi lecho, salir del sueño: despertar.
Me bastó para decidirme recordar su voz, su torpeza. Bastó con juzgar sus actos, en especial su falta de actos. Porque no es la inhumanidad lo imperdonable, sino que siendo inhumano, la inhumanidad existe. Y entonces me lavé la cara y me dije al oído: «Lo mato».
Salí al patio, miré el color que cargaba el cielo ese día y me vestí a tono. Observé bien las fotos que tenía de él, para no olvidar su rostro, y elegí una en la que se lo veía muy sonriente y un poco despeinado: es decir, la mejor. Dudé un poco de mi propósito puesto que, bueno, el muchacho al menos sonreía; pero volví a lavarme la cara y eso fue suficiente para no perdonarlo por algo así, posiblemente casual o producto de una foto mal tomada.
Salí a la calle, como siempre por la ventana, y mientras caminaba pisé a tres hormigas, como para ir ejercitándome en el ejercicio de exterminador. Me detuve y palpé el cuchillo que iba escondido debajo de la suela del zapato izquierdo. Atardecía.
Esperadamente lo encontré a la vuelta de la esquina. Me saludó con miedo, como si ya supiera que todo acababa. Le clavé el puñal en el ombligo y, automáticamente, sonrió como en la fotografía. Juro que sentí un temblor altruista cuando le clavé el cuchillo en el vientre. Derramó cuatro gotas seguidas de sangre y después me cansé de contarlas.
Volvía a casa alegre y risueño. Sentía como mi boca involucraba a todos los músculos de la cara para lograr una buena sonrisa. Mientras advertía esto, mi sentido profesional me obligó a corroborar si había asesinado al hombre correcto. Pero no fui a buscar la fotografía: fui derechito al espejo y sonreí, satisfecho de mi efectividad. Errar no es humano. Anochecía.

Publicado en Zapping, suplemento de Diario Uno, en 1994.

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