El otro insomnio, el mismo

Ilustración: revista Dónde Ir.


Hace 85 años, Borges publicaba uno de sus grandes poemas. Hoy, ese texto magnífico toma otro sentido y parece reflejar, amargamente, la pesadilla argentina.



por Fernando G. Toledo



e Jorge Luis Borges no pocos decían que era autor de una misma página, de un solo poema o un único relato, que con variaciones se repetía a lo largo de toda su obra. Esa exageración le gustaba al propio poeta, quien en el prólogo tardío de El otro, el mismo (1964), no se privó de bromear sobre dicha «cualidad». Refiere, justamente en ese texto: «El escritor —llamémosle así— Alberto Hidalgo señaló mi costumbre de escribir la misma página dos veces, con variaciones mínimas. Lamento haber contestado que él era no menos binario, salvo que en su caso particular la versión primera era de otro».

Detrás de la hipérbole y el sarcasmo, bueno es reconocerlo, había un poso de verdad, pero tenía que ver con lo que podemos considerar el estilo, las obsesiones, los temas sobre los que Borges gustaba profundizar, y con los que escribió también líneas que a veces parecen definitivas.

No deja de extrañar, igualmente, que ese texto de presentación que ofrece el autor para este, el preferido entre sus libros de versos, no haga mención al poema con el que inicia tal obra maestra. Extraño, porque difícilmente Borges no pudiera advertir que ese poema suyo era, sin dudas, uno de los mejores de toda su bibliografía, así como uno que parece escapar de las «repeticiones» de su poética, de su colección de mitologías, de la métrica exacta que cincelaba su producción de madurez.

Insomnio es un poema extenso y de versos anchos, en los que Borges retrata el desvelo con una rara perfección. Tal como había puntualizado el autor, el poema era parte de una cosecha antigua (*). Lo había escrito en 1936 en una estancia de Adrogué (Gran Buenos Aires) y poco más tarde la revista Sur le dio las primeras letras de molde. Lo fascinante, lo amargamente fascinante que tiene ese poema, es que hoy, 85 años después de que el autor lo trazara en una noche de desvarío, se alce como una alegoría monstruosa e implacable del país que habitamos. 

Desde el inicio, Borges nos ubica muy rápido ante los pensamientos desesperados de un hombre al que lo abruman las muchas horas de un descanso inalcanzable. Por eso este hombre siente que «de fierro / de encorvados tirantes de enorme fierro tiene que ser la noche, / para que no la revienten ni la desfonden / las muchas cosas que mis abarrotados ojos han visto, / las duras cosas que insoportablemente la pueblan».

El insomnio de Borges, sin dudas, equivale a una pesadilla, pero magnificada de manera perversa por algo que la agrava: está construida con los ojos abiertos. Pareciera —por lo que nos va narrando el autor sin caer en la alucinación, pero pisando su abismo— que la realidad se hace cada vez más terrible si no llega el sueño a diluirla. Por ello describe lo que su «cuerpo ha fatigado»: episodios cotidianos, objetos, imágenes terribles y a la vez usuales, como «vagones de largo ferrocarril» o «un banquete de hombres que se aborrecen». Al fin, como un estribillo resignado, el horror se vierte en dos versos magníficos y angustiados: «el universo de esta noche tiene la vastedad / del olvido y la precisión de la fiebre».



Por varios fragmentos más, la angustia insomne contamina cada mínima porción de la realidad palpable, y arroja sobre el que nos habla en el poema el golpe de «la historia universal», que conlleva «los rumbos minuciosos de la muerte en las caries dentales». Y a medida que avanza el poema, el lector va cayendo en ese delirio sofrenado; siente, con el poeta, que todo se torna en una carga hecha de «alambre, terraplenes, papeles muertos, sobras de Buenos Aires». La realidad nocturna pone en duda, entonces, las mayores certezas, pero el terror radica en que no todos lo advierten: «ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, ningún muerto, / porque esta inevitable realidad de fierro y de barro / tiene que atravesar la indiferencia de cuantos estén dormidos o muertos».

El final del poema es devastador, porque no hay conclusión feliz, y el espanto que persigue al insomne se avizora con una certidumbre de la que no se puede escapar. Sabe lo que viene, sabe que «toscas nubes color borra de vino infamarán el cielo», que al fin amanecerá en sus «párpados apretados». 

Tantas veces, y mucho más en nuestro hastiado presente argentino, me ha parecido que ese insomnio que dibuja Borges en su poema no tiene nada que ver con el acto fisiológico de dormir. He creído, más bien, que el poema es la metáfora de una Argentina en vela, que se alarga obscenamente en sus formas más oscuras, con la tortura de no permitir el descanso que nos deje luego sortear los “charcos de plata fétida». Vemos que pasaron 20 años desde la debacle feroz de 2001, que ya pronto estamos en otra equivalente, y no hemos conseguido desde aquel entonces más que meras duermevelas, tan breves que incluso prolongan el padecer. Quitan el sueño la pobreza, la dilapidación, la demagogia, la impunidad. Quita el sueño la peste. Vemos, hoy de nuevo frente a nosotros «un espejo incesante» que no parece darnos tregua: el país pesa y la vigilia no acaba. Sí, como en el nombre de su libro, el insomnio de Borges era otro, pero el de este país es todavía el mismo. E igual de atroz.


(*) En su libro La cifra, de 1981, Borges volvió al desvelo con Dos formas del insomnio, breve texto en prosa con el estilo de una anotación entre poética y ensayística.


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