Se encendió la luz y no tuvimos vergüenza

Adrián. Foto: Marcelo Rolland.

uchas veces leemos el periódico como si nos miráramos a un espejo. Y si es que hay algo digno en nosotros al hacerlo, he ahí la razón del espanto. Las noticias en esta aldea de montañas y racimos no devuelven siempre un reflejo agradable. Allí están las formas que nos repugnan: lo que vamos sabiendo del instituto para niños sordos que parecía escenificar el infierno; un triple crimen en el que hay un niño sacrificado; los aniversarios de una desaparición que aún hiere; juicios injustos; abusos a cargo de quien debería velar por que no sucedan… Leemos el periódico y quisiéramos practicar aquello que en derecho se llama «la ignorancia deliberada»: a veces es mejor no saber. La oscuridad, sentimos en ocasiones, nos cobija con lo que oculta. Si alguien encendiera la luz quién sabe qué infamia nos aparecería ante los ojos.

Pero otras veces, en ese escenario dantesco que desfila día a día, página a página, la luz puede provenir de la misma materia de lo cotidiano. Allí, en el mismo escenario en el que la tragedia transcurre con pesada repetición, en ocasiones lo real nos muestra un rostro que no desagrada. En ese paisaje está la repulsión, «pero allí donde está el peligro / crece también la salvación», como dejó escrito Hölderlin en un célebre poema.

Y lo que tuvo aires de salvación en estos días, para aquellos que leemos a pesar de todo, fue una historia de «acá a la vuelta», que merece ser contada de nuevo, aunque sea rápidamente: todo comenzó con un robo más de esos que indignan. Una familia de pocos recursos usaba un modestísimo auto para llevar a su hijo, Adrián, desde Ugarteche hasta el hospital Notti. El joven de 15 años necesitaba ese tratamiento, ese traslado, para acabar con un cáncer que, de otro modo, podía acabar con él. Pero en una tarde aciaga, la familia salió del hospital y, al buscar el coche (un Falcon modelo 72), ya no estaba, lo habían robado.

La noticia del robo apareció y se impuso por la fuerza de la indignidad. Este diario que usted lee ahora la dio a conocer y quien la escribió, seguramente, dejó caer la nota de rabia en algún párrafo, sin que la fría objetividad siempre buscada pudiera ocultarla. Por fortuna, y porque esa furia acaso regó la semilla de la salvación, alguien que leyó esa nota se conmovió. Y se unió a otros que sintieron lo mismo ante esa familia recién despojada y con peligro de mayores expolios. Juntaron, entre todos, un puñado de pesos y les compraron a esos seres despojados –a quienes no conocían más que por las crónicas– un nuevo auto.

Esa noticia también mereció ser contada. Pero, a diferencia de otras (tristes, indignantes y también imposibles de eludir), esta fue como un estallido gozoso. Mucho más que otras, la historia se leyó, se difundió, hizo caer lágrimas, y siguió compartiéndose. Interesó a otros medios de aquí. A otros lectores de allá. Alcanzó relevancia nacional y todos quisieron repetirla. Mucho más que las malas nuevas.

Las razones de tanta repercusión tal vez no sean fáciles de apuntar. Pero la hipótesis que mejor explica ese extremo “interés” esté tal vez en la etimología de esa palabra: «inter ese», lo que está entre los seres. Lo que interesa es lo que pone en contacto a unos con otros. Y la historia con final feliz de Adrián despierta compasión porque nos pone ante un espejo que, por una vez, no desagrada. Su historia ilustra lo que decía en versos José Emilio Pacheco:

«En el momento preciso / el espejo revela su más profundo secreto / y dice lo que antes nunca había dicho».

La historia de Adrián nos ha permitido, en días de aflicción, sentir simpatía, nos ha permitido (como dice Fernando Savater) «reconocer que estamos hechos de la misma pasta»,  nos ha llevado a «experimentar en cierta manera al unísono con el otro». En tiempos en que todo reflejo nos desagrada, la compasión es como mirarse al espejo sin repulsión. Gracias a la historia de Adrián, nos atrevimos a observar lo que nos rodea sin cerrar los ojos. Incluso nos animó a prender una lámpara y mirar más allá. Y, por una vez, se encendió la luz y no tuvimos vergüenza.


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