Si usted cree en la felicidad, no lea este texto


Por Fernando G. Toledo

n uno de los poemas más dolientes y más fuera de tono de todos cuanto compuso, Jorge Luis Borges usa notas oscuras para confesar su remordimiento: «He cometido el peor de los pecados / Que un hombre puede cometer: no he sido / Feliz. Que los glaciares del olvido / Me arrastren y me pierdan, despiadados».

No deja de ser curioso que eso lo ponga por escrito un autor que se declaraba admirador de Schopenhauer, el filósofo que entendía que «el único error innato que albergamos es el de creer que hemos venido al mundo para ser felices».

Y es que la felicidad, aunque sea uno de los temas filosóficos por excelencia, nunca ha sido una idea de contornos claros y distintos. De hecho, podríamos poner en duda que la felicidad sea una idea realmente existente. Pero… no vayamos tan rápido.

Pensar la felicidad ha ocupado a las centurias que nos preceden y sigue ocupando a los hombres de hoy. Desde premisas o bien espiritualistas (desde Aristóteles o Santo Tomás hasta los gnósticos, pasando por el modalismo, el neoplatonismo, el dualismo cartesiano y otros) o bien materialistas (de los estoicos a Kant, pasando por la Ilustración, Spinoza, el diamat o el positivismo) se han propuesto definiciones de felicidad, muchas de ellas contradictorias entre sí. ¿Cómo conciliar a quienes identifican la felicidad con Dios si hay otros que no conciben  a Dios como posible? ¿Cómo armonizar a quienes creen que la felicidad es simplemente «goce de los sentidos» con quienes creen que esta se halla en la «posesión de un bien que una vez conseguido no permite desear otra cosa» (Boecio)?

Para los que rehúyen de toda intelectualidad, esto puede parecerles vano. La felicidad, dirán, no ha de pensarse, sino «vivirse». Aunque no se den cuenta, estarán partiendo sin embargo ya de una concepción, y una muy específica. Es la que formuló Séneca, y puede resumirse en esta frase: «Todos los hombres quieren ser felices». Si eso suena a mucho conviene recordar que hay otros que van más allá y piensan que «la vida del hombre es ella misma felicidad» (Fichte).

Movidos por una u otra premisa andan hombres y naciones (ver el preámbulo de nuestra constitución o el de la de EE. UU.); libros y programas; partidos políticos y campañas ideológicas. Todos llevados por las riendas de la confusa idea de felicidad. Se mueven unos con la ardiente paciencia de saber que no habrá felicidad hasta que llegue la vida eterna. Otros, en cambio, con el carpe diem como bandera, proponen que, en fin, «hay que aprovechar lo que se pueda». No hay que dar por sentado, igualmente, que alguna de las dos posturas vaya a ser coherente. La primera, porque (lo sabía Aristóteles) sólo puede corresponder a Dios. La segunda, porque ya sin Dios ni eternidad, debería quedar desactivada toda búsqueda, a menos que se recaiga en lo que Gustavo Bueno ha llamado «la felicidad canalla». Bien vale decir un par de cosas al respecto.

Bueno es, tal vez, quien mejor ha sabido abarcar y triturar todo concepto de felicidad. Él tipifica como «felicidad canalla» (de «canis»: perros) a la de aquellos que, sabiendo que no podrán obtener una felicidad eterna, se contentan con los despojos, con los restos. Agregamos, de nuestra cosecha, que suele ser esta una concepción de felicidad muy propia de las sociedades occidentales actuales, movidas por un afán que se pretende profano, pero que tiende a sacralizar el deseo y la satisfacción personales a costa de todo. Lo vemos con esos que elevan sus deseos personales por sobre lo demás, como una hiena que ingresa a un corral de ganado a comerse todo lo que pueda e irse a otro lado sin que nada importe. Quienes adhieren a la concepción canalla de la felicidad llegarán a considerar su «derecho» a la oscura «felicidad» como algo incluso superior a cualquier responsabilidad, aun sobre la vida de otros individuos humanos. Si queremos ilustrar de un plumazo este punto pensemos en algunas posiciones a favor del aborto en la Argentina.


«Felicidad lograda, caminamos / sobre ti sobre un filo de espada» escribió el gran Eugenio Montale para dar cuenta de la precariedad de esa idea. Una «idea» que, vamos a tener que decirlo de nuevo, tendríamos que poner entre comillas, dado lo contradictorio de la misma.

«La felicidad es de plebeyos», sentenciaba Goethe: las «clases altas», en estado de bienestar pleno, ni siquiera se preocupaban por la felicidad que las castas más dominadas, en cambio, tenían como obsesión. El ya citado Gustavo Bueno, a quien prácticamente estamos parafraseando, le puso al libro en el que trató este tema (quizá como nadie nunca antes) un título que lo dice todo: El mito de la felicidad. Porque, sin quitarle su importancia filosófica, ni psicológica, ni ideológica o política, parece ser que estamos ante algo que, en realidad, no es. La felicidad: una «pseudoidea», una isla falaz a que no se puede arribar porque ni siquiera es posible. Como no es posible un círculo cuadrado.
Decir esto que decimos, incluso desde el ateísmo, no significa elegir el pesimismo (del que hacía gala Schopenhauer) o descartar que se puedan vivir momentos de gozo, o momentos de disfrute, días de placer, épocas de bienestar.

Pero, como dice Bueno, «reducir la felicidad a sus componentes subjetivos (a sus armónicos placenteros, o deleitables, del estado de ánimo), habrá de interpretarse como una grosera y perezosa reacción de quien se contenta con confundirlo todo en la niebla lechosa de la subjetividad». No se puede decir más claro. Aunque sí más fuerte, como lo grita Alfonso Fernández Tresguerres: «cualquiera que no sea idiota sabe perfectamente que en este mundo hay demasiadas cosas que hacer como para perder el tiempo preguntándonos si somos o no somos felices».


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