Temporada de tormentas interiores




Una foto que dispara un doloroso recuerdo. Una disquisición sobre la fortaleza en tiempos duros. El peligro de un fuego que nos atrae. Y las heridas que no cesan.


© Fernando G. Toledo


i / Golpe de vista
Siento el latigazo, la carne abierta, el hilo tibio de la sangre que corre. Ha sido certero el golpe; ha respondido pronto mi cuerpo en su roja expresión del daño. Pero no: reviso y no estoy sangrando. Y, sin embargo, fue tan fuerte el golpe que creí por un momento sentirlo como si de veras fuese eso, un golpe carnal, no una foto que acabo de encontrar y me hace añicos en un día cualquiera, sin aviso. Estaba perdida entre muchas otras ya vistas, detrás de las que muestran esa parte esencial de lo que tuve, de lo que fui. Soy el único sobreviviente de los que ahí aparecen, ya lo sé, pero no es eso lo que me cuenta esta foto: eso mismo lo dicen las otras tantas, allí acumuladas y conocidas. En esta otra, sin embargo, hay un punto fuera del plano al que todos miran menos yo, distraído. Ven algo, y hacia ese algo van. Van hacia lo ineluctable, sin resistirse, y yo me quedo a ver el espectáculo. Ellos ven que se van; yo veo que me quedo solo. Y ese es el daño. El latigazo. El golpe certero que la foto ahora sí me muestra.


ii / Vitare non potes
Hay una habilidad que tiene el mal cuando se traduce en suerte adversa o tiempos aciagos. Todo lo malo se complace en arribar sin aviso y en abundancia. Es tal vez una prueba, nunca pedida y diseñada por nadie. Una prueba para saber cuántos golpes del hacha de los días tardaremos en venirnos abajo. No creo ser el único destinatario de esas temporadas de tormenta de lo infausto. «Lo malo, todo junto», rezan los carteles luminosos de la sabiduría popular. Puedo servir para ratificarlo. Recuerdo hacer esta comprobación una y otra vez, siempre en medio de una racha trágica, y acabar en cada oportunidad en el callejón sin salida de entender que todo será inútil. Que no habrá lección alguna para extraer. Que, al partir de lo espurio, ningún consuelo divino, ningún mantra new age tendrá luego el poder curativo para esos daños. Sí: hay que ser fuertes, pero también para la alegría. Así que, para los malos tiempos, lo único sensato y apropiado parece la desesperación. O lo que le sigue: la resignación. Sentenciaba Publio Sirio: «Es estúpido temer lo que no puede evitarse». Cierto. Pero en tiempos malos, es tan inevitable la estupidez, es el temor tan necesario.


iii / Cuidado con el fuego 
Me grita desde la calle. Debo tener cuidado, me dice. Es muy amable, pero en este momento, además, no quiere perder en un incendio la cabaña que me alquiló. Por si no lo había notado, dice, todo el piso debajo de la churrasquera está hecho de madera. Una chispa que salte o, peor, una brasa al rojo vivo que ruede al derrumbarse, cuando vaya consumiéndose la pila de leña... Y yo que pensaba, simplemente, en encender este fuego como quien establece un encuentro. Es domingo al mediodía y el almuerzo no puede ser mejor que uno preparado mediante este rito. Sin embargo, ahora hay un peligro mortal detrás de tan simple proyecto, y yo me pregunto muchas cosas mientras soplo para aumentar la llama y el humo me contagia su olor. Me pregunto quién clavó esas maderas precisamente aquí, si hasta podrían matarnos. Me pregunto de qué depende que una lengua de la hoguera caiga donde no debe. Mientras agrego un tronco más me pregunto qué forma ha de tener el que va a rodar justo para aniquilarnos. Indefenso, miro flotar las pavesas y me siento un estúpido sobreviviente. Y vuelvo a soplar otra vez, para avivar más el fuego.


iv / Media hipótesis
Finjamos que he perdido un ojo y que, aun así, con el parche en la cara, puedo ver cómo el día se oscurece y cómo más tarde, al abrirlo, ha regresado, indiferente, la mañana. Supongamos que quedo sordo de un oído, pero todavía la música circula como un embrujo. Supongamos que manco quedo y tomo con más fuerza la llave con la que alguna puerta va a seguir abriéndose. Que me arrancan una pierna y salto como para despegarme del suelo y así llego a la otra orilla, pues no queda otra opción. Ni otra orilla. Imaginemos que todo eso pasa y, cuando pasa, queda un gusto amargo, una sensación de que ni siquiera merezco una tragedia completa. Que lo amargo, eso que resta, es sólo mi ganancia, mi recompensa: nunca el remedio. Creamos que así siempre será en lo que queda por delante. Que vendrá algo que enceguece, pero no del todo. Algo que voltea, que me roba una parte del mundo audible. Algo que me quita la mano hábil y entonces, inclusive, al explorar el incierto camino que siempre en brumas aparece, ni tan sólo ese gesto de tantear en lo desconocido hallará cosa de la cual aferrarse.


Ilustración: La tempestad, de Giorgione.

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