No hay horas perdidas
Entre la espera, la música y la memoria, una voz reconstruye el eco de lo que permanece: el resplandor de un día que insiste en volver y no deja de ser sábado.
© Fernando G. Toledo
bro un cajón y activo un mecanismo secreto. Casi oigo los resortes ocultos de lo que estaba entre las sombras, preparado para estallar en la cara como un recuerdo explosivo esparcido en esquirlas que dan, todas, en el blanco. Creo que es sábado: sucede que es un día cualquiera, pero parece sábado o tiene que serlo, dada esa tersura enajenada del aire que resplandece. Tiene que ser sábado porque hay en el día el peso de algo diferente. Hay un silencio cómplice, además, que parece amordazar al resto de los objetos como quien, en un teatro, quiere oír sin perderse detalle cómo el drama de la húmeda nostalgia se desata.Yo he aprendido a escuchar cuando ese silencio aparece para anunciar pomposamente que algo va a suceder. Aturdido como estoy por el presente, el oído se aguza, saca sus manos de ahogado, igual que una herida que pidiera sal para su roja superficie. Así que abro el cajón y encuentro ese cassette, mil veces oído, que conozco de memoria, que también está encarnado en mí. Es la pista de sonido en el rollo de esta película, la banda sonora de mi vida. Toco el cassette y tiene polvo encima, así que lo quito, sin pensarlo, con los dedos, y es como limpiar las motas que los años van dejando sobre mí. Aparece entonces esa portada conocida: un fondo partido en diagonal, de colores pálidos, la mitad amarillo y la mitad rosa. La foto invertida en el centro muestra a alguien que toca la guitarra como si le doliera, como si la empuñara ante una puerta más que hay que abrir a golpes. La caja de acrílico es tan liviana como un adolescente de los 80, que ha empezado a escuchar cierta música que lo conmueve y ahora quiere más, quiere ese cassette, justamente, el que todos escucharon ya, pero al que él llega con dos años de retraso sin que le importe demasiado la imperiosa actualidad.
Tiene que ser un sábado, porque hay poco movimiento en la casa, las ventanas están abiertas y no pasan muchos autos por la calle, aún de tierra. Tiene que ser un sábado porque es la mañana, sin dudas, y aún estoy en mi cama, rodeado de revistas con las páginas centrales pegadas en la pared, con cuadernos llenos de historietas sin rumbo y con un personaje que quiero ser yo y nunca consigo acabar, como si temiera que la torpeza de mis trazos se tradujera en mi propio presente, en mi propio futuro, como un presagio.
Tiene que ser un sábado, claro, porque suena otro cassette que voy a cambiar cuando llegue de viaje mi padre y me traiga —aunque no tenga dinero para un mísero café— ese otro cassette que le he encargado. Tiene que ser sábado porque yo he aprendido a escuchar y entonces escucho, muy a lo lejos, el sonido del Mercedes Benz 1114 que frena para ingresar al barrio. Soy como un perro adolescente alerta a todo, que cree que la música lo es todo y no lo que va a quedar como una cáscara hueca una vez que siga sonando sin mi madre a mi lado, sin mi padre a mi lado, sin nada a mi lado de lo que pudo ser un poco más, un poco mejor, un poco antes de que yo lo entendiera.
Ya no hay dudas y por eso digo mami, es el papá, cuando salgo de la pieza, al fondo, y mi madre —con los ruleros recién puestos— está cortando cebolla y preparando algo, haciendo cálculos de la posible llegada del esposo, el padre, el que ha estado tan lejos en cada tragedia cotidiana.
Hoy es un lunes de cuarenta años después, pero tiene que ser aquel sábado, sin dudas. Llego a la puerta que está abierta para dar paso al sol: al menos la mañana viene bien. Llego y, desde el umbral, escucho un freno que chilla a pocas cuadras, un recio motor que da el aviso definitivo y me lleva a avanzar unos pasos más. Ahora coincide ese sonido con la estampa roja del camión, así que volteo la cabeza para confirmarle a mamá que él ya llegó. Yo no sé si mi padre ha podido parar en una estación de servicio, si en Buenos Aires ha recorrido algunos lugares fuera de toda conveniencia y todo tiempo, tan sólo para traerle un cassette a su hijo preguntándose por qué la juventud ama sólo el rocanrol. Yo no sé, pero corro hacia el otro lado de la calle y noto que él me ve cuando salgo a recibirlo. Veo que baja la ventanilla, da un grito de alegría y siento que no hay horas perdidas. Veo que empieza a frenar sin detenerse del todo, como invitándome a trepar al estribo de la cabina. Por eso lo hago, por eso me subo, le grito papá y él me toma del brazo, frena y saca de la guantera un regalo que cabe en mi mano y donde se lee Rockas vivas. Yo le beso la mejilla sin afeitar a través de la ventana y miro —es sábado— esa tapa amarilla y rosa. Aquel cassette que, lo ignoro en ese momento, acaba de aparecer hoy en este cajón, acaba de estallar como un arma de destrucción masiva para un pasado, para una familia, para un mundo feliz.
Publicado en Los Andes el lunes 27 de octubre de 2025



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