Atrapantes seres retratados con calculada erudición

 

 
 
La ilusión de un gran final. Historias reales de artistas y filósofos, de Fernando G. Toledo. Ediciones Libros de Piedra Infinita. Colección El Desaguadero. Diseño de colección: Romina Arrarás. Impreso en Morel Talleres Gráficos. Mendoza, 2022, 138pp.
 
 
por Fausto J. Alfonso

Mendoza es pródiga en poetas [*] que, como periodistas, son muy buenos. También lo es en periodistas que, como poetas, se disfrutan con placer. Prometemos el listado de quiénes son quiénes para el 30 de febrero de 2046 en un artículo a publicarse en este mismo sitio web. Porque lo que ahora apura es decir que Fernando G. Toledo tiene cintura para moverse con éxito en ambos campos: el de la lírica y el de la historia que se redacta a diario. Simplemente, y más allá de su probada solvencia al escribir, porque tiene sentido de la ubicación. Sabe qué y cómo hacer(lo) en función de dónde esté parado. Esa virtud le permite, además, cuando contadísimas veces la situación lo reclama, poner una pata (o pie) en cada terreno. Porque conoce la fórmula secreta para que la mezcla resulte y no maree (a él y/o al lector).

Con sus relatos de no ficción, Truman Capote y otros/as alentaron esa idea de hacer un periodismo más literario y/o una literatura más periodística. Es difícil, ya que del engendro no se vuelve. Y en esa franja ―la de la idea bien concebida, no la del engendro― se instala La ilusión de un gran final (Libros de Piedra Infinita), un compendio de pasajes de vida de gente ilustre (pensadores, escritores, artistas) de todos los tiempos, de aquí, allá y más allá. Pasajes que se pueden leer como cuentos, como crónicas o como ambas cosas a la vez. Y que rescatan las paradojas, injusticias, milagros (esto en sentido figurado, por respeto al ateísmo del autor), placeres y sinsabores que hacen a ―o impactan en― la condición humana.

Los capítulos son 22, aunque los protagonistas son más si aceptamos la riqueza de los secundarios. Y su reunión en estas páginas es fascinante: da la sensación de estar frente a un grupo de individuos, todos escapados de sí mismos, que han acordado una cita común entre estas dos tapas diseñadas en negro y verde petróleo. Si bien los convocados por Toledo (o, los autoconvocados, para seguir con aquella especulación) conforman un conjunto variopinto, Enrique Santos Discépolo diría que hay una mezcla milagrosa (perdón, de nuevo) de sabihondos y suicidas, de los y las cuales no aprenderemos dados ni timba, pero seguramente sí nos ilustrarán sobre filosofía y poesía cruel.

El autor nos presenta cada historia con calculada erudición y sin pedantería. Nos mete pronto en atmósfera y, casi sin que nos demos cuenta, nos lleva de las narices de un capítulo al otro, de una peculiar criatura a otra no menos peculiar. Y suma, al placer de una lectura tan rápida como agradable, tan refinada como profunda, la motivación por querer saber más. Despertar el interés por personajes reales con los que, a priori, quizás no tengamos ninguna conexión, es un mérito para nada menor. En lo personal, no pude dejar de hurgar en YouTube hasta dar con Nika Turbiná de niña recitando sus poemas (su historia quizás sea la más conmovedora de todas). Como no dudé en bajar de ok.ru el documental que Werner Herzog realizó sobre el madrigalista Carlo Gesualdo.

Personajes que incomodan con sus ideas, como Baruch de Spinoza, o que extraen la belleza desde lo más oscuro, como Paul Celan, se suman a otros que devienen mártires de la poesía (Víctor Hugo Cúneo), víctimas de una pesadilla surrealista (aunque esto es casi una redundancia), como Robert Desnos, o portadores de un misterio que los acompaña de principio a fin (Conde de Lautréamont). El vagabundeo al que se sometió Dino Campana, la incomprensión de la que fue objeto Hans Rott, los entreveros amorosos de Max Ernst y de Dalí, esa usina de sensualidad y, luego, morbo (M.M., claro); Mahler y su descuido hacia sí mismo y su entorno inmediato, son todos temas a los que Toledo dota de un interés genuino, con datos chequeables y un estilo cuya elegancia alcanza incluso al costado más sensacionalista de cada historia (que todas lo tienen, por cierto).

A la partida se suman Rubén Darío, Paul Verlaine, Erik Satie, Enrique Arias Valencia, Sylvia Plath, Ted Hughes, Da Vinci, Messiaen, Mozart, Jacqueline Du Pré (en otro capítulo de alto impacto emocional) y Joyce Hatto, de cuya atrapante historia, que incluye un fraude piadoso, se desprende el título del volumen.

Los delitos y sus motivaciones, la belleza de lo efímero, la creación en cautiverio, la fama esquiva o la conseguida gracias a ardides varios, la tragedia de la vida y de la muerte, se suceden en La ilusión de un gran final. Cuyo tramo final, justamente, está dedicado a la más casi mendocina de otros casi mendocinos que se mencionan: Liliana Bodoc. Este capítulo de cierre tal vez sea el más periodístico, por sus citas y testimonios, pero en él no deja de aflorar de modo poético el espíritu de esta mujer con aspecto eterno de muchacha fresca cuyos mundos ficticios encubrieron lo cotidiano con una maestría indiscutible.

(*) Poetas en un sentido amplio, como individuos que se dedican a producir literatura.


Publicado en El Pacto de Fausto

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