Sonido de libertad: cuando el cine es un panfleto (necesario)




por Fernando G. Toledo


n particular juego de dobles se despliega ante nosotros cuando estamos ante Sonido de libertad (Sound of Freedom), la película que llegó a las salas esta semana para convertirse en una de las más convocantes del año y para provocar un sinnúmero de análisis.

Decíamos que el juego era de dobles, aunque debimos decir que se trata de un juego en el que es difícil encontrar una sola cara para el análisis de este film, dirigido por el mexicano Alejandro Monteverde, con producción del actor, cantante y ahora candidato político, también mexicano, Eduardo Verástegui.

Juego de dobles: es una película, pero también un alegato, o un manifiesto. Es un film de acción, pero también un drama. Está saludada por el éxito de la taquilla, pero también por la polémica. Está basada en hechos reales, aunque algunos no sean tan reales. Hay críticas que la denigran y otras que la ensalzan. La ensalza la conspiranoia QAnon y la ataca el wokismo. Los niños son mostrados como el depósito del amor más grande y de la mayor de las perversiones. Es odiada por la progresía y amada por los conservadores, aunque en el medio queden antiprogres y anticonservadores que por lo general la aprecian. Dicen que es un movimiento, y dicen que es un producto más, destinado a ganar dinero. Como dijimos, es imposible ver una sola cara: los relieves que abre y vuelve a abrir Sonido de la libertad forman parte de su propia naturaleza.

Basta con ensayar una presentación más o menos ecuánime de la obra en sí para encontrarnos con el primero de los problemas: el guion muestra a un agente del Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, Tim Ballard (interpretado por Jim Caviezel), quien se dedica a atrapar a pedófilos, aun haciéndose pasar por alguno, y termina obsesionado con lograr el rescate de una niña (Rocío, encarnada por Cristal Aparicio), de la que supo cuando sacó de las garras de una organización a su hermanito (Miguel, en piel del pequeño actor Lucas David Ávila).


Sin embargo, con ver la película descubrimos que esa trama, su ritmo, todo el trabajo estético, la música, no tienen un fin artístico en sí, sino que (como los panfletos de los grandes escritores, como los manifiestos) su propósito indubitable es estremecer, despertar las conciencias acerca de un flagelo que crece y crece y parece no estar en las agendas: el tráfico sexual de menores.

Quizás, entonces, para apreciar la película hace falta abandonar toda intención de llegar a la sala con la postura propia del cinéfilo o con la euforia del espectador «pochoclero». A ambos estilos tipificados de espectadores ―como a cualquiera sea el que la vea― les será imposible no atravesar todo el metraje de la cinta con la congoja, con el estremecimiento y la indignación. La única manera de no sentirlo es ser uno de esos despreciables enemigos que el personaje de Caviezel persigue con una repulsión contenida, pero que es capaz de ceder paso a la frialdad si el objetivo es vencer en esa batalla.

En Caviezel (el mismo de La pasión de Cristo) se recuesta gran parte de la responsabilidad de que esta cinta cumple su efecto, es decir, que lo que tenga que ver con lo estrictamente cinematográfico pese menos que el mensaje que él lleva, casi como un predicador dispuesto a convertirse en mártir, por decirlo al modo católico (aunque uno sea ateo). El personaje de Caviezel tiene momentos físicos anodinos, con trotes por Bogotá o algún andar sutil por un pequeño infierno inserto en la selva colombiana; pero, a pesar de ello, se permite salir airoso con la expresividad de su rostro, en la que no por casualidad se detiene el director Monteverde. Así, Caviezel expresa la furia, la desesperación, la resignación o directamente la pena y, de este lado de la pantalla, se produce el efecto de sentir que no es el personaje ya el que llora en la piel del actor, sino que ambos se han fundido en una tristeza impotente y también rabiosa ante el espectáculo de pedofilia que es capaz de desplegarse ante él.

He hecho críticas cinematográficas por años y siempre me preocupé por descartar todo lo que no fuera la propuesta estética para ponderar el valor de una película. Sólo con una no había podido hasta ahora (Felicidad, de Todd Solondz) y ahora me pasa con Sonido de libertad. No ha de ser casualidad que en ambas películas aparezca la pedofilia como tema, pero si la primera se convertía en un viaje sin frenos hacia el fondo del abismo de esta aberración, en cambio la cinta que protagoniza Caviezel sabemos que lleva implícita la marca del panfleto.

Por eso, quizás, para esquivar el error de caer en la trampa que puede ofrecer la película, hay que tener en cuenta esto: elegir sólo una cara de Sonido de libertad es perderse en laberintos maniqueos. Si entendemos, en cambio, que el arte de la película podría ser un medio para gritar a viva voz que el tráfico sexual de niños está creciendo y que los gobiernos persigan con mayor ahínco a estos delincuentes, tal vez ya no importe quién lo dice, cuánto recauda, cuán bien actúa o cómo crea sus planos. Tal vez quede lo importante, dicho en la película con una frase religiosa, pero que podríamos traducir a lenguaje común: «Con los niños no se jode».


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