Miguel Mateos inició su tour sinfónico en Mendoza y mostró su vigencia en el Arena Maipú



El músico presentó un show con versiones orquestales de algunas de sus canciones más conocidas, y le sumó una segunda parte más rockera en la que se lució con su voz, aún intacta, y el poder de una música que parece no envejecer.

por Fernando G. Toledo




igencia” es una palabra que le calza a la perfección a Miguel Mateos: con 69 años a sus espaldas, con cuatro décadas de carrera protagónica en este ámbito tan florido que es el rock nacional, y con una capacidad indeclinable para convocar a un nutrido público en cada presentación, el autor de Solos en América llegó a Mendoza para abrir (otra vez con nuestra provincia como sede) la gira nacional para presentar su nuevo disco.
Con Sinfónico, Mateos retoma una vez más ese corpus de lo más popular de su amplísimo repertorio, esta vez en una incursión donde los arreglos orquestales y la médula originalmente rockera de sus canciones conviven a la perfección, dándole aires nuevos, pero no extraños, a clásicos como Perdiendo el control, Mi sombra en la pared u Obsesión.
Pero si volvemos a la vigencia, no hay que olvidar un guiño que la etimología latina de esa palabra nos hace: “vigentis” significa “el que tiene vigor”. Y si hay algo que en Mateos no deja de sorprender a propios (sus seguidores de siempre) y extraños (los que se arriman por primera vez a escuchar en vivo a este artista hiperpopular) es la intacta capacidad vocal de este cantante, que recorre sus canciones al tiempo que camina por el escenario, arenga al público, dialoga con este, juega con poses cómicas o salta al ritmo de sus propios temas.
Las dotes vocales son fundamentales para darle brillo a estas nuevas versiones de viejos temas, y Mateos sale siempre airoso, ya que sus temas, sus letras y su música, a veces piden interpretaciones furiosas, a veces melódicas, a veces festivas.
En un Arena Maipú repleto, con 3.000 personas repartidas por las plateas altas y bajas, Mateos salió a escena acompañado de su banda actual (Alejandro Mateos en batería, Ariel Pozzo en guitarra, Juan Mateos en segunda guitarra, Charlie Giardina en bajo y Leo Bernstein en teclados) y por una orquesta con 30 músicos mendocinos (cuerdas, vientos de madera y vientos de metal), para comenzar con un viaje al pasado que resulta muy especial en este presente, y en el que también sobrevoló la palabra vigencia. Y es que la canción con la que arrancó el show, y es la elegida para abrir también el disco grabado en vivo en el Teatro Colón, fue En la cocina (Huevos), un emblema del rock nacional en los albores de la democracia. Poco serviría describir la importancia de ese fresco de la sociedad argentina de ese tiempo que es la canción que le dio nombre a uno de los mejores discos de Mateos (publicado en 1983, hace 40 años), pero sí viene bien decir que fue una excelente muestra de la mixtura que los arreglos de estas canciones consiguen.
La versión difiere radicalmente de la original en estudio y de aquella célebre exhibición en directo registrada en el álbum Rockas vivas. Aquí, el inicio es a todo volumen, con las potencias de la batería y la guitarra eléctrica en primer plano, y tras unos segundos, esa explosión da paso a un segmento puramente orquestal que le calza a la perfección. Una manera excelente de remozar un hit que es mucho más que eso por su papel clave en el rock contestatario de los 80 y una invitación irresistible a que el público cantara, especialmente, ese estribillo furioso que dice “Huevos, en la Argentina hacen falta huevos”.
Luego, Mateos eligió un cambio de rumbo y mostró otra gran versión, esta vez de una de sus mejores canciones: Perdiendo el control, un tema de amor en el que la batería electrónica tenía un papel preponderante, pero que aquí (otra vez) mostró otras riquezas con el aporte de la orquesta.
Luego, la energía llegó a través de Mi sombra en la pared, uno de los temas de Solos en América en el que los teclados parecen tapar la orquesta hasta que al final esta surge desde el fondo para darle un cierre notable.
Mateos continuó con el plan de hits en versión sinfónica y, con el papel protagónico del público en los coros improvisados, desgranó uno a uno su arsenal de éxitos: Beso francés (notable cómo, a pesar de que pareciera estar un tono por debajo de la versión original, le permite a Mateos mostrar sus dotes vocales), Si tuviéramos alas, la impactante Un mundo feliz (pocas veces revisitada por el artista en vivo y con un papel clave del músico en el piano), Llámame si me necesitas, Cuando seas grande, Un gato en la ciudad, Atado a un sentimiento y Obsesión.


El sacudón del público era evidente tras esa seguidilla de canciones que sonaban renovadas por la pátina sinfónica, así que llegó un intervalo y, trascartón, regresó la banda de rock y la orquesta se quedó tras bambalinas. Y comenzó entonces una segunda parte no menos antológica que la primera, ya que inició con una deslumbrante de Libre vivir, sólo para piano y voz, y luego vino un repaso por “canciones que están en el cajón”, algunas de esas que no alcanzaron la popularidad de las precedentes, pero que muestran el nivel de Mateos como compositor. Entre ellas, la hermosa Rock libre, la cuasi inédita Ambrosía (presentada por primera vez tocada por toda la banda) y la potentísima Nunca es como la primera vez.
Luego, volvieron los “mega éxitos”. En este punto, si una sensación sobrevoló por el auditorio fue la del asombro por la cantidad de repertorio célebre que Mateos puede mostrar, ya que sonaron (y se cantaron de punta a punta, sin parar) temas como Sólo una noche más y un cierre como un viaje en el tiempo, con Un poco de satisfacción y, con la vuelta de la orquesta, la incombustible Tirá para arriba.
Mateos, probablemente, no había calibrado que un show de ese nivel, con tal cantidad de canciones entonadas a viva voz por todo el auditorio mendocino y renovadas en gran parte por la sonoridad sinfónica, iba a lograr tanta emoción. Así que el que estaba previsto como final del show no pudo ser tal, y tras varios minutos de insistencia del público, la banda regresó para hacer una “versión a mano alzada” de otro gran hit, Bar Imperio.
Fue un cierre perfecto. El público se retiró tarareando el “shanananá” del estribillo, con el pecho aún vibrante por la seguidilla de grandes canciones y una palabra resonando en el cerebro, claro: vigencia.


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