Un país pródigo en dictar tramas macabras




por Fernando G. Toledo



no de nuestros más curiosos enigmas literarios tiene como protagonistas a dos verdaderos titanes. Son ellos Julio Cortázar y Adolfo Bioy Casares, quienes tal vez, junto con Borges, conforman algo así como la Santísima Trinidad de la literatura argentina del siglo XX.

Cortázar y Bioy escribieron, con unos pocos años de diferencia (si se tienen en cuenta las fechas de publicación, aunque se desconozca exactamente la escritura), prácticamente el mismo cuento.

Cuando en 1956 Cortázar publicó Final del juego, uno de los libros más alabados de este autor, seguramente muchos de sus lectores quedaron atrapados por el inquietante simbolismo y por la perfección técnica del relato titulado La puerta condenada.

Pero pocos años más tarde en 1962, como parte del conjunto de cuentos El lado de la sombra, Bioy propuso prácticamente la misma historia —aunque, claro, con su estilo y no con el de Cortázar—, bajo el título El viaje o el mago inmortal.

En un repaso somero de las coincidencias que nos permita escapar del anticipo de las tramas (spoiler), podemos decir que en ambos el protagonista es un hombre adulto que viaja en barco desde Buenos Aires hasta Montevideo, busca alojarse en el hotel Cervantes de esa ciudad oriental y acaba viviendo un suceso perturbador en la habitación que le ha tocado en suerte.

Hay que tener en cuenta que estamos ante dos narradores de excepción, así que no es motivo de este artículo hacer un abordaje crítico de sus textos. Apenas diremos que el texto de Cortázar cuenta con la ventaja de usar un lenguaje seco y a la vez sugerente para una historia volcada a resaltar un misterio del que nunca sabremos si está sucediendo en una variación fantástica de la realidad o simplemente es parte de la deriva mental del protagonista. El de Bioy, en cambio, adopta un lenguaje algo barroco y presenta un personaje definitivamente repelente por su lascivia, y el humor y la magia dominan las páginas que ocupa.

Si repasamos los años de publicación y tenemos ante nosotros las brutales coincidencias lo primero que podemos pensar es que el plagio se hizo presente. Así, Bioy habría leído el cuento de Cortázar y habría ensayado su propia variación de una historia sin dudas notable. El aire de parodia que exuda el cuento podría confirmar esta opción.

La otra posibilidad, en cambio, es que más allá de que un libro se haya publicado antes que el otro, estos dos escritores argentinos, nacidos el mismo año y amigos del gran Borges, hayan escrito al mismo tiempo la misma historia, hayan tenido la misma idea, hayan querido hablar de eso que sucede «en la habitación del lado» y que sólo es accesible a nosotros mediante signos o ruidos confusos.

Aunque más improbable, hay cosas que indican que esto último fue lo que sucedió. Cortázar en París y Bioy en Buenos Aires escribieron el mismo cuento, cada uno con su «caligrafía». De hecho, Cortázar, consultado al respecto, dijo una vez que «en esta coincidencia había un mensaje indescifrable, una tercera voluntad», asumiendo que el azar o un designio inescrutable (antes que el más prosaico plagio) había manejado los hilos.

Por su parte, Bioy anotó en sus memorias: «Un crítico señaló extraordinarios paralelismos entre Un viaje o el mago inmortal y un cuento de Cortázar. Yo sentí esa coincidencia como una gratísima prueba de afinidad entre dos amigos». Y en una entrevista dio más detalles: «Sobre Cortázar le voy a contar que estando él en Francia y yo en Buenos Aires escribimos un cuento idéntico. Empezaba la acción en el vapor de la carrera —como se llamaba entonces— que salía de Buenos Aires a las 10 de la noche y llegaba a la mañana siguiente a Montevideo. El protagonista iba al hotel Cervantes, que casi nadie conoce. Y así, paso a paso, todo era similar, lo que nos alegró a los dos. Realmente nos queríamos mucho con Cortázar. Hemos sido muy muy amigos, habiéndonos visto cinco o seis veces en la vida».

Puestos a admitir que esa amistad se sobrepuso a cualquier sospecha plagiaria, tal vez debamos animarnos a una hipótesis más, que escape a esa atmósfera sobrenatural que se respira en los cuentos de uno y otro autor.

Y esta hipótesis podría decir que fue el país que reunía a ambos como propio —más allá del exilio parisino de Julio y el exilio personal de Adolfo en la misma Buenos Aires—, ese país, dictó la trama.

Eran años convulsionados, porque siempre lo han sido aquí, y dejando de lado de los gobiernos de facto ese país ofrecía tal como hoy lo hace una apariencia esquiva, engañosa, a veces desesperante, a los ojos y a los oídos de los propios argentinos. En este presente (un año de elecciones generales en el que los candidatos y sus máscaras desfilan ante nosotros) también nos toca desconfiar, sospechar que un sonido, un llanto, una queja, esconden algo más oscuro tal vez, o directamente falso, detrás de lo aparente.

Si hay una sola cosa que podemos agradecer a esta clase de presentes oscuros es que haya algunos, como Cortázar o Bioy, que saben extraer de ellos un fruto valioso, aunque sea ficticio. El problema, claro está, es que del lado de los que deben hacer algo más que literatura, pareciera que no hay talentos de ese nivel como para sacar algo bueno de lo que hace rato vienen arruinando.


Publicado en diario Los Andes el 11 de junio de 2023

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