Alguien rompió la botella




por Fernando G. Toledo

a vida apacible de un hombre, jefe de familia, macho recio y líder del clan, se interrumpe de pronto: dos hombres ingresan a su casa a la hora de la cena, cuando está a la mesa junto con su esposa y sus dos hijos. Él amaga a resistirse, pero pronto los dos maleantes lo atan firmemente a una silla y lo amordazan. Ante sus ojos comienza el desastre: primero, desordenan la casa para buscar dinero. Él está atado, no puede hacer nada. Luego, cuando uno de los niños llora por el miedo, un pérfido atacante le da un cachetazo para callarlo. El hombre está atado, no puede hacer nada. De pronto, ante sus ojos, la esposa es también violentada y ultrajada. El hombre está atado, no puede hacer nada. No se imagina algo más terrible, hasta que a uno de los asaltantes se le ocurre tomar una botella de whisky que está en la repisa y destrozarla contra el piso. Y ahí es entonces cuando el hombre —atado, amordazado, supuestamente sin poder hacer nada— reacciona y con su sola fuerza corta las sogas, enfrenta a los forajidos y les da una paliza. «A mí nadie me toca el whisky», exclama el dueño de casa.

Más de uno conocerá este chiste, de oscuro color y penetrante alegoría. Lo contaba, con numerosas variaciones, el Negro Olmedo en sus inolvidables sketchs televisivos de los personajes Borges y Álvarez, junto a Javier Portales.



En la política argentina de la última semana hemos visto la más reciente variación de este guion desvariado que viene siendo nuestra historia reciente. En este caso, hasta una diputada nacional representó el rol de narradora de la historia (que, de hecho, hacía pensar en que estuviera guionada) a través de un audio de WhatsApp rápidamente difundido.

Las alteraciones que, sin embargo, tiene el cuento, esta vez son muchas. No estamos ante una casa violentada, sino ante un país. No se trata de pocos individuos, sino de muchos, y de instituciones, estadios sociales, estabilidad económica, vidas: todo eso está en el medio.

Aquí, por ejemplo, hubo una masiva crisis que obligó al cierre de empresas grandes y medianas, a la huida de cadenas de prestigio y la correspondiente pérdida de empleos. Pero las ataduras parecían muy fuertes.

Luego aparecieron datos que seguían mostrando el desastre. El más sensible de todos, el que difundió el INDEC en mayo de este año, y que avalaban otros informes que iban en la misma dirección: el 63% de los niños son pobres en la Argentina. Ahí estaban los datos, pero las ataduras parecían muy fuertes.

Poco después, llegó la ratificación de la miseria general: según la medición de agosto del Consejo de Coordinación de Políticas Sociales (ente oficial), casi el 59% de los argentinos son pobres. Eso significaba casi 23 millones de personas arrojadas a la pobreza, pero las ataduras parecían muy fuertes.

Detrás de todo flotaba la pandemia —¿las ataduras?— y las vacunas que debían empezar a repartir y colocarse, sufrieron un curioso y escandaloso desvío inicial hacia algunos elegidos, que las recibieron antes que muchos que las necesitaban con mayor urgencia. Pero qué fuertes seguían siendo esas ataduras.

«Si el dilema es la economía o la vida, yo elijo la vida», decía, luego, el responsable de la cuarentena interminable, mientras la angustia ya era palpable o se conocían fotografías que demostraban que no todos se aplicaban igual a las restricciones. Ya se registraron más de 114.000 muertos por Covid-19 en la Argentina (casi 30.000 más que en España, un país de similar población, pero mayor exposición al virus). Y todavía las ataduras parecían muy fuertes.

Sin embargo, el domingo pasado llegaron las elecciones Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO), y los encargados de administrar esta gran casa sufrieron una derrota brutal en casi todos los distritos. Así es: atrás ya estaban la crisis económica, los pobres, las vacunas desviadas o retrasadas, los muertos por miles. Sin embargo, alguien rompió la botella de whisky del poder. Y ahí sí se cortaron las ataduras, se elevaron los gritos, se quitaron las mordazas y rodaron cabezas.

«A mí nadie me toca la botella», habrá dicho alguno o alguna por lo bajo. No sabemos si el sketch ha terminado, pero —suponemos— ahora nadie va a reírse.


Ilustración: Incógnita, por Elgol de Bedoya

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