La hipocresía de los tiranos
por Fernando G. Toledo
ecuerdo cuando una vez, en uno de esos juegos tontos que parecen serios, me llegó en una reunión social esta pregunta, que iba pasando como una pipa de la paz: «¿Qué es lo que más odiás en el mundo?».
Cuando se cursa la primera juventud, una pregunta así puede ser algo de tremenda importancia. Uno está levantando las paredes de su concepción del mundo y, al mismo tiempo —por esa impertinencia propia de la edad— tiene que mostrar que ya los contornos están claros, las paredes firmes, la mirada puesta en un horizonte. Así que uno se toma de las pocas influencias, herencias morales o lecturas recientes, para mostrar que el camino está trazado. Recuerdo que en ese momento intenté apelar a mis humildes lecturas filosóficas, a la letra de cierta canción, a un sarcasmo. Pero no: me surgió algo más visceral y franco, relacionado seguramente con algún hartazgo fresco. Y respondí con una palabra que no había usado demasiado en mi vida, aunque lo que expresara lo hubiese sufrido como cualquier otro: «La hipocresía».
«Ser hipócrita no consiste simplemente en simular o fingir, mentir incluso, sino en hacerlo de una manera peculiar, a saber: para aparentar, precisamente, excelencia moral», escribe Alfonso Fernández Tresguerres. Es una definición acertada, que no se aleja demasiado de la que ofrece Tomás de Aquino en la Suma teológica: «El hipócrita, simulando tener una virtud, se la propone como un fin no por lo que se refiere a su posesión real, como si de veras quisiera tenerla, sino por pura apariencia, como quien lo que desea es aparentar que la tiene».
Ahora bien, ¿por qué en algunos —por ejemplo, en el adolescente que fui y en el adulto que soy— la hipocresía despierta ese rechazo poderoso, indisimulable? No será, seguramente, por tratarse de un vicio ajeno. Nadie, honestamente, puede decir que no haya, ante ciertas situaciones, «respondido con máscaras», que es la práctica que se expresa en la etimología de la palabra hipócrita (ὑποκρίτης). El rechazo tal vez radique, más bien, en que en ciertas situaciones no hay nada peor, nada más dañino ni reprobable, nada más «imperdonable» diríase, que la hipocresía.
El propio aquinate distingue varias opciones en que, desde su concepción católica, la hipocresía sería más grave (pecado mortal) o menos dañina (pecado venial). El hipócrita vanidoso, el que miente más que engañar, no hará mal más que a sí mismo. Sin embargo, la hipocresía es peccatum mortale, «por ejemplo, cuando se simula la santidad para sembrar falsas doctrinas, para conseguir, aun siendo indigno, una dignidad eclesiástica o cualesquiera otros bienes temporales que uno se propone como fin».
No hay que distraerse con la carga religiosa que una consideración así pueda tener. Es de sabios cribar la carga de verdad que tienen las reflexiones acertadas y descartar lo que corresponda a las creencias. Visto de ese modo, Santo Tomás no yerra: grave es cuando la hipocresía se practica no sólo por vicio intrínseco, sino como práctica para conseguir otra cosa, o para escabullirse de otros errores o delitos. En el Diccionario del diablo, Ambrose Bierce ha puesto a esos hipócritas en la cumbre de su definición: «(Hipócrita es) El que, defendiendo en público virtudes que no respeta, consigue las ventajas de parecer lo que desprecia».
Desde hace dos semanas, la figura principal de la política argentina de hoy viene esforzándose por ser la ilustración perfecta de todas estas definiciones. En medio de un escenario que no es exagerado llamar trágico, esa figura practicó la hipocresía de predicar con furia contra los que no cumplían el desolador aislamiento al que obligaba el plan trazado por él mismo en la pandemia, mientras no era capaz de cumplirla siquiera porque se tratase de una frívola fiestita.
En Tartufo o el impostor (1669), esa inmortal comedia mordaz de Molière, uno de los personajes se rebela contra el que le da título a la obra, con palabras que parecen recién escritas: «Y yo tengo que soportar que un beato hipócrita disponga aquí de un poder tiránico y que no podamos divertirnos sin el consentimiento de este señor».
Por suerte uno no es adolescente toda la vida, pero es gratificante cuando descubre que hay cuestiones que estaban bien asentadas en la juventud. Cuando me vuelvan a preguntar por lo más despreciable, la hipocresía seguirá siendo la primera respuesta. Y creo no estar solo en todo esto.
Ilustración: Can’t Buy Me Love, por Elgol de Bedoya.
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