Las tres leyes de la robótica en periodismo

Una escena de El hombre bicentenario.


por Fernando G. Toledo


Tal como estaba previsto, el programa comienza su tarea: acaba de aparecer un texto diferente que narra algo nuevo, una gota que se destaca entre las demás, puro ruido o cosas ya dichas. Descubrir esa peculiaridad, aun en un océano tormentoso hecho de vocablos y salpicados de basura ilegible, no es la tarea más compleja que le toca hacer a este programa informático. Ya atravesó esa babel acuosa, casi siempre en pleamar, y la novedad ha sido aislada: allí hay algo todavía no dicho. No importa si estaba escrito (la demora es de varios milisegundos menos, en ese caso) o si se trata de una voz o de un video. Se agitan igualmente las mareas y esa gota, esa noticia que el programa ya ha conseguido aislar, ingresa en la otra fase.

Ahora, tal vez antes de que un minuto haya transcurrido, un artículo periodístico hecho y derecho está redactado. Limpio, aséptico y sin errores graves, sin retórica casi (demandó una centésima de segundo más cribar esa carga: puede que hubiera un nostálgico redactor humano atrás, de esos que se llaman «resistentes»). Al texto ahora sólo le falta un título y una fotografía. Hay banco suficiente para las últimas, pues las cámaras robóticas apostadas en las ciudades y parajes del planeta ya no fallan, sin contar que los archivos son vastos. En suma, ya casi no se nota si esa toma es nueva o vieja. No sólo para el programa —que no se detiene en esas menudencias— todas las caras, todos los paisajes y todos los hechos hace rato que se parecen. Píxeles más, píxeles menos.

En la lengua programada, bastan un sujeto seguido de un predicado, a partir de un menú de estructuras casi invariables, y el titular puede colocarse rápidamente al principio del artículo. El robot informático está acabando la tarea y el mar sigue agitado. Alguna forma nueva acaso esté por surgir, aunque cueste tanto: también aquí y hace tiempo, todo se parece.

Listo: el artículo se ha escrito (es un decir), se ha ilustrado, se ha fotografiado, se ha ubicado en una plataforma digital y pronto, pues todo siempre sucede «pronto», va a publicarse. Que es, en suma, el estado final del proceso. 

Hoy es un día especial: día de reportes en el periódico digital que funciona a toda máquina con su redacción automatizada. El robot informático se lanza una vez más hacia el mar de textos y artículos, hacia las sondas radiales, hacia los videos por corriente digital que confluyen en esa mar. Algo habrá por extraer. Pero hoy, como se dijo, es un día especial y se ha planificado una revisión. Son resabios de costumbres viejas, que acaso pronto se acaben. En este caso, consiste en que un revisor humano inspeccione la calidad de lo publicado. También es viejo el inspector y, como tal, se escuda en cierta épica. La suya dice que la tarea que hace justifica aún este negocio en el que pocos hombres quedan. Su compañera de trabajo y él no se conocen, pero a ambos los guía el mismo fantasma bondadoso del autoengaño.

El hombre está armando su reporte y, como también cree aún en la verdad y ha sabido domar sus ansias justicieras, anota que todo sigue en orden: los artículos están legibles en el portal. Todos cuentan cosas diferentes, tienen su correspondiente imagen, todos los títulos están en el mismo idioma y todas las prosas son tan chatas y tersas, tan aplicadas a su fórmula SEO (la que asegurará aparecer en todas las búsquedas), que da lo mismo lo que digan.

Pero algo llama la atención al inspector, algo que revuelve en él tanto embotamiento de un trabajo mal pago y en extinción, de días enteros sin salir de casa, de cosas iguales y olvidables. Lee en ese artículo automatizado que en un país del Norte (siempre el mismo país) ya no queda nadie como él. Ese día, cuenta el flamante artículo —con una inocencia que termina siendo perversa—, es el primero en el que todos los diarios de aquella nación están escritos absolutamente por robots informáticos. No hay tono, no hay énfasis, pero sí una alusión en el final del quinto y último párrafo, que estremece los recuerdos del inspector y lo llevan a los días de estudios en la Licenciatura de Periodismo que cursó sin saber que la suya sería la última promoción de esa carrera en su universidad. 

El artículo remite a la primera empresa (MSN) que, en el afán de ahorrar en sueldos, reemplazó a periodistas por robots, y menciona un artículo publicado el 29 de mayo de 2020 a las 4.58 de la tarde por el diario Seattle Times donde se conoció por primera vez la decisión. 

Lo que piensa el inspector es en la ironía de que, claro, el artículo de ese periódico de aquella lluviosa ciudad estadounidense no pudo más que haber sido escrito por un periodista de carne y hueso, en tiempos en que todos entendían qué quería decir la expresión «carne y hueso». También sabe que ese pobre tipo, al escribir esta noticia, no pudo más que haber sentido a su vez un estremecimiento como el que a él lo mueve: el temblor de quien escribe su propia sentencia de muerte.

Repasa ahora el inspector, periodista al fin, los otros artículos. Debe reconocerlo: la inteligencia artificial los ha elegido, escrito y titulado mejor de lo que muchos malos periodistas que él conoció lo hubieran hecho. Pero igual es cierto que todos son mucho peores que los que hacían los buenos periodistas. Y, lo que es seguro: los programas han sido hechos a imagen y semejanza de esos buenos periodistas. «Sin esa simiente no serían posibles», se dice en voz alta. 


Su voz retumba en el pequeño living y esto le trae a la memoria una escena de una película antiquísima, llamada El hombre bicentenario, e inspirada a su vez en un texto de Isaac Asimov, alguien que pensó antes lo que está pensando ahora el periodista inspector. En la escena, un androide recién llegado a una familia enuncia con pompa las «tres leyes de la robótica», esto es, las normas que todo robot —si la ética aún persistiera en estos avances tecnológicos— debe tener como órdenes en sus programas antes que cualquiera otras. Como si proyectara la película en sus retinas, el viejo descubre que recuerda las leyes de memoria:

«1) Un robot no hará daño a un ser humano ni, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño.

«2) Un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la ley número 1.

«3) Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera ley o con la segunda».​

El periodista inspector suspende su tarea. Sospecha que ya no le dan tanta importancia a su tarea que él mismo venía haciendo (¿es apropiado reconocerlo?) de manera maquinal. Pero aún puede hacer algo al respecto. Las preguntas, a borbotones, parecen agolpársele en las sienes: ¿por qué los impulsores de la robótica periodística desoyeron la primera ley? ¿Quién no quiso o no pudo entender que el primer daño que un robot -aunque sea informático- puede hacerle a un ser humano es reemplazarlo hasta el punto en que el humano sea prescindible?

El inspector-periodista revisa la fecha. Es el 7 de junio de un futuro tan lejano como pueda serlo el año que viene o el próximo. Mientras envía su carta de renuncia con la decisión de jamás volver a leer un periódico hecho por robots, se hace una pregunta final: si los periodistas son reemplazados por robots, ¿cuánto pasará para que sean reemplazados los lectores?

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