Licencia para matar

René Magritte: Retrato del señor James (1937)


© Fernando G. Toledo


 lo maté. Con una inquietud acusada, simple y decidida. Lo maté dulcemente, pero lleno de furia. Fue sólo separar los párpados, despegarme de mi lecho, salir del sueño: despertar.

Me bastó para decidirme recordar su voz, su torpeza. Bastó con juzgar sus actos, en especial su falta de actos. Porque no es la inhumanidad lo imperdonable, sino que siendo inhumano, la inhumanidad existe. Y entonces me lavé la cara y me dije al oído: «Lo mato».

Salí al patio, miré el color que cargaba el cielo ese día y me vestí a tono. Observé bien las fotos que tenía de él, para no olvidar su rostro, y elegí una en la que se lo veía muy sonriente y un poco despeinado: es decir, la mejor. Dudé un poco de mi propósito puesto que, bueno, el muchacho al menos sonreía; pero volví a lavarme la cara y eso fue suficiente para no perdonarlo por algo así, posiblemente casual o producto de una foto mal tomada.

Salí a la calle, como siempre por la ventana, y mientras caminaba pisé a tres hormigas, como para ir ejercitándome en el ejercicio de exterminador. Me detuve y palpé el cuchillo que iba escondido debajo de la suela del zapato izquierdo. Atardecía.

Esperadamente lo encontré a la vuelta de la esquina. Me saludó con miedo, como si ya supiera que todo acababa. Le clavé el puñal en el ombligo y, automáticamente, sonrió como en la fotografía. Juro que sentí un temblor altruista cuando le abrí el vientre. Derramó cuatro gotas seguidas de sangre y después me cansé de contarlas.

Volví a casa alegre y risueño. Sentía como mi boca involucraba a todos los músculos de la cara para lograr una buena sonrisa. Mientras advertía esto, mi sentido profesional me obligó a corroborar si había asesinado al hombre correcto. Pero no fui a buscar la fotografía: fui directo al espejo y sonreí, satisfecho de mi efectividad. Errar no es humano. Anochecía.

Publicado en Zapping, suplemento de Diario Uno, en 1994.

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