El estallido poético de la lengua
Por Fernando G. Toledo
l día y el mes permanecen en el vapor del olvido. Pero el año está claro: 1918. Hace, entonces, 100 años, un poeta nacido en Perú comenzaba a escribir uno de los libros más sobrecogedores, revulsivos, novedosos e influyentes de la literatura contemporánea.
Eran tiempos difíciles para César Vallejo, el poeta en cuestión, y otros peores iban a llegarle en medio de su laboriosa escritura. Dificultades a las que no sería antojadizo atribuir parte de responsabilidad en el carácter tan novedoso y a la vez anómalo que tendría el conjunto de poemas.
Vallejo venía de publicar un elogiado libro llamado Los heraldos negros, en el que mostró ya una voz sorprendente que parecía superar el modernismo que, con la fuerza de Rubén Darío y Leopoldo Lugones, se imponía en la poesía castellana de aquel entonces. Pero aunque el germen estaba allí, los brotes cenitales que representarían los poemas de Trilce (publicado, al fin, en 1922) serían difíciles de prever.
Desde la escritura de los primeros poemas hasta los que incluyó poco antes de la impresión, César Vallejo vivió la muerte de su madre, la separación de su novia (quien lo dejó para evitarle al escritor la tristeza de verla morir por la enfermedad terminal que padecía) y una reclusión carcelaria de más de 100 días.
¿Qué puede un hombre, y particularmente un poeta, devolver ante esas adversidades? Pues lo que Vallejo devolvió fue una gema de un color y una forma desconocidos, tallada en una piedra dura pero dócil a los dedos de su poética. Trilce reunía sonetos, poemas en prosa y muchos en verso libre.
En total, 76 textos agrupados bajo una palabra que veía la luz por primera vez y para siempre, y que aún hoy fascinan por la potencia de su expresividad y por las novedades gramaticales, léxicas y conceptuales que legaron.
La cárcel, acaso, pueda servir de metáfora para lo que hizo Vallejo con la lengua: forzó los barrotes que lo recluían y, vencidos ya, los dejó como muestra de su fortaleza lírica («En la celda, en lo sólido también / se acurrucan los rincones», dice a propósito uno de los versos).
Soles, tristeza, dulzura
El título es un buen portal para entender lo que vendrá: esa palabra desconocida, pero a la vez tan sonora y familiar, es aún una incógnita. ¿De dónde salió? Acaso, de la conjunción entre los vocablos «triste» y «dulce» («tri-lce»). La explicación de un estudioso de su obra va en otra línea, una que a los seguidores de la serie Games of Thrones les recordará el procedimiento que da nombre al personaje de Hodor por repetición degradada: «Hold the door, holdedoor, holdor, hodor».
«Tres soles, tresoles, tresles, trelse, trilce».Y así, obtuvo el nombre.
Pero fuera del título, Trilce trae poemas en los que la lengua es forzada a tal punto que se destruye, arrastrando acaso el sentido, pero consiguiendo transmitir, comunicar, insinuar mucho más de lo que tal vez sería capaz si respetara las convenciones.
Un poema arranca, por ejemplo, con estos versos insólitos:
«Alfan alfiles a adherirse
a las junturas, al fondo, a los testuces,
al sobrelecho de los numeradores a pie.
Alfiles y cadillos de lupinas parvas».
¿Qué nos dice Vallejo? No se sabe, pero lo cierto es que atrapa con esa música, con ese ritmo, con esas insinuaciones. En otros textos arremete con más frases neologizantes («Rechinan dos carretas contra los martillos / hasta los lagrimales trifurcas»), u omite la ortografía para lograr expresividad («Vusco volvvver de golpe el golpe») o da un golpe de dados para invertir las letras de las palabras («Oh, escándalo de miel de los crepúsculos. / Oh, estruendo mudo. / ¡Odumdneurtse!»).
Lo notable, además, es que con esos poemas contundentes como un sablazo inesperado, conviven otros de apariencia más «transparente», pero que introducen quiebres similares, con lo cual muestra que detrás de toda apariencia de familiaridad puede anidar un monstruo de nueva elocuencia poética.
Un siglo después del inicio de su escritura, Trilce sigue fascinando, y los caminos de su obra (que luego seguirían Huidobro, Girondo y Gelman, entre otros) permanecen abiertos y vibrantes como una playa inexplorada, acaso esa de la que habla en el último de los versos:
«¡Canta, lluvia, en la costa aún sin mar!».
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