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No hay horas perdidas

Entre la espera, la música y la memoria, una voz reconstruye el eco de lo que permanece: el resplandor de un día que insiste en volver y no deja de ser sábado. © Fernando G. Toledo bro un cajón y activo un mecanismo secreto. Casi oigo los resortes ocultos de lo que estaba entre las sombras, preparado para estallar en la cara como un recuerdo explosivo esparcido en esquirlas que dan, todas, en el blanco. Creo que es sábado: sucede que es un día cualquiera, pero parece sábado o tiene que serlo, dada esa tersura enajenada del aire que resplandece. Tiene que ser sábado porque hay en el día el peso de algo diferente. Hay un silencio cómplice, además, que parece amordazar al resto de los objetos como quien, en un teatro, quiere oír sin perderse detalle cómo el drama de la húmeda nostalgia se desata. Yo he aprendido a escuchar cuando ese silencio aparece para anunciar pomposamente que algo va a suceder. Aturdido como estoy por el presente, el oído se aguza, saca sus manos de ahogado, igual qu...

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