La lenta velocidad de la sombra




Una reflexión sobre los recuerdos que irrumpen sin aviso, conectando una pregunta adolescente sobre la velocidad de la oscuridad con el dolor de fotos no vistas, donde la luz hiere y la oscuridad llega, inevitable, a su propio ritmo.

© Fernando G. Toledo

Los recuerdos son a veces impredecibles. Aparecen de pronto como una película que empieza a andar en un televisor que encendió a las 4 AM, sin explicación. Esos recuerdos salvajes y desbocados, además, se instalan como una cosa ajena a todo, fuera de lugar: no una piedra en el zapato o no sólo una piedra, sino también una espina, una brasa ardiente, un trozo de vidrio que desgarra la piel.

Sólo en ocasiones esos recuerdos vienen a decirnos algo más que su abrupta llegada. Como esas visitas que no se anunciaron, pero que traen una noticia inesperada, algunos de esos recuerdos llegan para tender un puente que no siempre nos deja ver la otra orilla. Recién cuando lo cruzamos, sorprendidos aún por la visita, llegamos entonces a entender que esos recuerdos no estaban allí porque sí. Que merecían ser observados y repasados para que pudiéramos comprender la secreta conexión que explicaba ese televisor que encendió de pronto en medio de la noche.

El recuerdo inoportuno fue, en efecto, grotescamente vívido y se pareció a una escena de una película en la que yo estaba insertado. Recordé, porque sí, una mañana en cuarto año de la escuela secundaria (allí, en el Nacional de San Martín), cuando, en una clase de Física, el profesor había conseguido atraparnos al hablar del carácter a la vez ondular y corpuscular de la luz, y de la velocidad irrebasable de esta última. Yo, que ya me inclinaba por todo lo que tuviera de poético (y filosófico) cada asunto, más que por lo técnico o científico, decidí lanzarle —un poco en serio y un poco en broma— una pregunta que lo descolocó: «¿Cuál es la velocidad de la oscuridad?».

El recuerdo me vino así, tal cual. No conservo en la memoria si algún compañero festejó o se burló de la pregunta, si la consideró un mero chiste, pero sí está claro que la cuestión no le pareció nada trivial al profesor. De hecho, dijo: «Muy buena pregunta». Luego se rascó la barbilla y explicó: «Lo más fácil sería decir que la velocidad de la sombra es la misma que la de la luz, porque cuando se apaga la luz a la misma vez se ensombrece todo. Pero no puede ser. Ya dijimos que nada es más rápido que la luz. La oscuridad tiene que ser más lenta que ella, pero no sé cuál es su velocidad. Hay cosas que siempre se van a ignorar».

Así era la escena que me vino a la memoria. Yo estaba haciendo cualquier cosa y de repente me había transportado a 1990, en una mañana intrascendente de mi adolescencia, que ahora me quería hablar de la velocidad de la sombra. El recuerdo se convirtió en una especie de mar que, con su flujo y reflujo, me acompañó en el resto del día, junto con la duda acerca de qué podría haber traído a este 2025 esa anécdota tan lejana.

Llegó el fin del día, entonces, y, en su última proyección por el cine de mi cerebro, cuando ya caía el telón de las dudas, apareció la respuesta, la razón que traía a mí esa pregunta insólita de casi cuatro décadas atrás. Fue cuando alejé mi teléfono de la vista: había abierto por accidente la galería de fotos y en la retina se coló una foto de los días en el hospital, donde mi madre agonizaba. Fotos que no he querido ver otra vez, seguro de que prefiero que esas sí se pierdan en el olvido, que sean otras las que me acompañen.

Pensé entonces en lo ridículo que resultaba tener fotos que uno no quiere ver, dado que, por definición, toda fotografía está tomada para ser vista y pierde su razón de ser cuando no se las mira. Claro que, para mí, esas fotografías eran demasiado dolorosas para que yo les permitiera ejercitar su esencia. Y entendí lo evidente: en la palabra “fotografía”, en su flagrante etimología griega («φῶς» es «luz», y «γραφή», «dibujo»), estaba el puente colgante entre el recuerdo de la clase de Física y las imágenes que yo quería olvidar. Sentí ganas de decirle al profesor que tuviera en cuenta algo: que la luz lastima y la sombra se retira lentamente sólo porque esa es, a veces, la única manera de atenuar el dolor.

Ahora, cuando los días han pasado a la velocidad de un haz moribundo, me conformo con haber comprendido que hay cosas siempre vamos a ignorar. Y a veces es lo que conviene. Porque es mejor no saber cuál es la razón de ser de todas esas fotos que allí están y evito, obcecadamente, mirar. Es mejor no apelar al antídoto para el dolor que, de sólo pensarlas, esas fotos provocan. La luz está y la oscuridad, aunque tarde, va a alcanzarnos. Así que, dado que igual va a llegar, es mejor no saber cuál es la velocidad de la sombra. Cuál es su sentido. Cuál es su daño. O cuál es la rapidez de esa otra luz: la que no quiero ver.

Publicado en diario Los Andes el 4 de agosto de 2025 

Ilustración: Alegoría de la noche, de Juan Antonio Ribera y Fernández

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